Opinión

Septiembre

Septiembre vuelve siempre. Huele a lluvia y a higos. Septiembre es un dulce racimo de uvas recién vendimiadas. Es el silencio del bosque y la caída de las primeras hojas. Septiembre es el vuelo bravío de la perdiz roja en la ladera. En las eras solitarias y abandonadas de los pueblos castellanos habrán brotado ya los espantapastores, que anunciaban antes, en los buenos tiempos, la trashumancia. Ahora apenas quedan rebaños. Aunque, con el tempero, salgan los tractores a la barbechera, siempre representará mejor a septiembre la acuarela de los bueyes en el crepúsculo arando en la lejanía. El sol septembrino madura el membrillo y los niños de la ciudad estrenan mochilas de colores. En mi pueblo y en centenares de pueblos de España no abrirá la escuela en septiembre. Nadie espera al maestro. Allí no empieza nunca el curso. Hace años que la escuela está cerrada. Lo mismo que el horno. ¿Quién puede imaginar un pueblo sin niños y sin que huela a pan? La noticia es que ya se fueron los últimos veraneantes. Alargan las sombras y una luz difusa, horizontal, envuelve los tejados del pueblo y dora piadosamente la mampostería de las viejas casas.

En septiembre, los pequeños pueblos, pasadas las fiestas, vuelven a encerrarse sobre sí mismos. Cada vez quedan menos vecinos y son más viejos. La soledad y el silencio envuelven el caserío. Vienen las nubes. Una oscura barrera corona las sierras. Aprieta el frío en la madrugada y vuelve a salir humo permanente de las chimeneas en las casas que siguen habitadas. Hasta en la última aldea saben que este año septiembre viene con música catalana. «¡Oh, qué alegría –canta en catalán Ángel Guimerá–. Hagamos el corro/ sardaneando día y noche, / unidas las manos hombres y mujeres, / y los ojos clavados en el infinito». Estaría bien eso de juntar las manos y danzar todos juntos, pero qué va. Lo que viene de allí es el alboroto, el estrépito, que contrasta con el paciente silencio de Castilla. Todo el mundo se ha enterado aquí de que Cataluña se presenta este año amarilla de odio. Una familia castellana agrupada por la noche en torno al fuego contempla en la televisión las noticias. El hastío se impone a la curiosidad. La locutora habla de Cataluña y de desenterrar a Franco. El más viejo comenta: «¡Lo de siempre, no escarmentamos, volvemos a las andadas!». Los demás se callan. Por la calle no cruza un alma. Sólo se oye el monótono rumor de la fuente.