Opinión

La Diada amarilla

La explosión amarilla de la Diada en las calles de Barcelona este martes, 11 de septiembre, certifica el fracaso de la blanda política de apaciguamiento del presidente Sánchez en Cataluña. Su amable recibimiento al dirigente catalán Joaquim Torra en la Moncloa, que se presentó con el lacito amarillo en la solapa, paseándolo por los jardines hasta la fuente de Machado y cubriéndolo de agasajos, no ha servido de nada. Sólo para cubrir a España de ignominia. Tampoco las pregonadas mesas de diálogo ni la temeraria oferta de un referendum para forzar las costuras constitucionales del Estatuto. Los separatistas catalanes siguen en sus trece, apostando por la quimérica república independiente. Está previsto que la agitación, impulsada descaradamente desde las instituciones públicas, con la exclusión de los apestados patriotas españoles, que no lucen el lazo amarillo, se haga crónica y se arrisque en los próximos meses.

Dos dirigentes débiles, uno en Madrid y el otro en Barcelona, los dos provisionales, ninguno de los dos salidos de las urnas, son los responsables directos de lo que pueda pasar y los encargados de hacer frente a la grave situación. Esta debilidad de los gobernantes hace que aumente el peligro. Llegados a este punto, sólo un Gobierno fuerte en España y un gran pacto de Estado, capaz de suspender la autonomía en Cataluña si es preciso, puede resolver la crisis catalana. Es inquietante que el presidente del Gobierno, para mantenerse en el poder, que es, por lo visto, su máxima aspiración en la vida, necesite el apoyo de los que encabezan hoy la pancarta amarilla de la rebelión contra el Estado. No es de extrañar que el Rey esté preocupado, lo mismo que las viejas figuras del PSOE, y que los dirigentes de los partidos que defienden la Constitución pidan cuentas mañana en las Cortes a Pedro Sánchez. Éste parece que ha hecho suya la frase que Pedro Sáinz Rodríguez atribuye a Franco: «Si se toma el mando, hay que recibirlo como si fuera para toda la vida». Por lo pronto dice que piensa aposentarse en La Moncloa hasta el año 30. Pero de un político tan ambicioso y tan errático como él, que rectifica y cambia de principios, de socios y de planes según convenga, cualquier cosa se puede esperar. Incluso que cambie un día de estos los guantes de seda por los de hierro para enfrentarse a la crisis catalana si eso le garantiza ganar unas elecciones y mantenerse en el poder. De momento sigue con los «desboques del nacionalismo, estupendo sembrador de estragos» (Pedro Salinas).