Opinión

Tensionas, luego cabalgas

«Sin tensión no hay revolución». Si alguien albergaba la esperanza de que solo era una frase esta vieja máxima de la CUP muy anterior a la fracasada culminación hace un año del órdago secesionista en Cataluña, es evidente que se equivocaba de punta a punta, no tanto porque lo que antes eran meras palabras ahora son hechos contantes y sonantes, como por un grado de connivencia entre Generalitat y radicalismo independentista amo de las calles cuando decide tomarlas, que solo es proporcional a la frustrante inanición del estado, cuya presencia en este territorio de la nación española se muestra hoy incluso más preocupantemente inapreciable que en cualquier otro momento de nuestra historia reciente. Que un presidente de comunidad autónoma como Torra animase públicamente a «apretar» a los violentos de los CDR con una almibarada negligencia por parte del gobierno como respuesta, no supone con todo la mayor paradoja en otro «día grande» de la torticera épica independentista. La gran paradoja de esa jornada del 1-O se producía en La Moncloa de manera casi simultánea, con la imagen del actual presidente del Gobierno protagonizando un acto relacionado con el fin de la violencia etarra. La ceremonia en la sede de presidencia a propósito de la entrega de últimos documentos por parte de Francia certificando la derrota de ETA –documentos, dicho sea de paso ya entregados hace tiempo por el país vecino– vino a darnos de bruces con una serie de contradicciones entre lo ocurrido hace años en Euskadi y el caso del desafío secesionista en Cataluña.

La primera fue la de una acción judicial constante y persistente siempre con la ley en la mano, en contraste con una justicia hoy puesta en entredicho dentro y fuera de España para regodeo de la maquinaria de propaganda independentista. La segunda fue la acción policial y de los servicios de inteligencia cuya labor soterrada pero efectiva demostró que el Estado nunca había dejado de estar presente en el País Vasco. La tercera se concretó en la colaboración exterior en los últimos años y la cuarta, un consenso general entre los grandes partidos políticos de ámbito nacional que en nada se corresponde con la ausencia hoy de una mínima unidad de acción entre las formaciones constitucionalistas. Lo que está ocurriendo en Cataluña invita a preguntarse de nuevo qué tiene que pasar para que el Estado haga patente su presencia para alivio de los millones de ciudadanos no independentistas y sobre todo para el restablecimiento de una normalidad institucional que ahora solo es virtual por mucho que se empeñe en no verlo el Gobierno central. La aplicación del 155 llegó tarde para muchos y las condiciones de la situación actual no son mejores que antes del 1-O, esas en las que poco sospechosos demócratas de todos los colores ya clamaban por la suspensión de la autonomía. Que Torra además de xenófobo y supremacista es un cobarde que empuja a otros a la rebelión ya ni siquiera es noticia, pero que el daño no solo se le está produciendo a Cataluña sino a toda la democracia española es preocupante. Muy preocupante.