Opinión

La verdad (II)

hace algo más de un mes (el 16.10.2018) repasábamos aquí la credibilidad de la información que continuamente recibimos a través de los medios electrónicos de comunicación de masas; ante quién y de qué deberían responder dichos medios. Hoy intentaré analizar –aunque sea vertiginosamente– el negocio de una de las más poderosas de estas empresas, Facebook, su ética y los peligros que arrastra. Otros medios que también usan la red entrañan diferentes riesgos, pero el papel que esta plataforma ha jugado en las interferencias que nos han «regalado» al Sr. Trump como presidente norteamericano, le hace acreedor de una atención especial. Quizás Uds. se hayan preguntado alguna vez por qué debemos pagar por hablar por teléfono cuando mandar fotos y comentarios a mucha más gente por Facebook es mucho más barato. La respuesta es clara: consumes publicidad cuando accedes a Facebook que encima vende tus datos –lo que buscas, lo que compras, lo que deseas– al mejor postor. Y con solo estas dos actividades, la compañía de Mark Zuckerberg ha ganado miles de millones de dólares. Así que Ud. no paga directamente pero como siempre pasa, nada es gratis. Al final todos cubrimos los gastos y las ganancias de Facebook vía consumo. Si solo se tratase de publicidad poco transparente aún sería soportable, pero es mucho peor porque esta plataforma intenta asumir con relación a los datos que disemina la misma actitud que una compañía telefónica clásica: no hacerse cargo del contenido de los mismos. Ellos simulan considerarse un mero soporte técnico de distribución. Por lo tanto, lo que suceda con lo transmitido no es de su incumbencia. Les da lo mismo que sean las fotos del cumpleaños de tu hija, que la incitación a masacrar a los odiosos rohingyas, una foto de la candidata Clinton en una jaula o la de un falso guardia civil pegando a una –todavía más falsa– viejecita independentista catalana.

Sin duda, recordarán Uds. aquella historia en que la asamblea de ratones, tras establecer que el gato era un gran problema, acordó la solución: colocarle un cascabel. Ponerle el cascabel a Facebook consistirá en controlar el daño que la mentira o el odio puedan causar sin afectar seriamente a la libertad de expresión propia de nuestra democracia. Para conseguir esto creo que se debería actuar sobre tres áreas generales: el contenido del mensaje, la identificación y responsabilidad de su originador y, finalmente, la regulación del entorno informático que utiliza Facebook. Únicamente podré ahora apuntar alguna de las medidas a adoptar en estas tres grandes áreas.

Debería hacerse responsable a esta compañía de identificar aquellos contenidos que tratan de difundir hechos falsos, mentiras evidentes o promover odios contra colectivos de la misma manera que una línea aérea se responsabiliza –y es solo uno de muchos posibles ejemplos– del pasaporte e identidad de los viajeros que transporta. Así mismo tendrían que desenmascarar los contenidos que han sido elaborados o modificados por una máquina (blots).

El siguiente paso que debería acometer Facebook es intentar identificar los originadores de los contenidos incluidos en el párrafo anterior, publicándolos, salvo en el caso que correspondan a personas o colectivos vulnerables. También debería desvelarse la dirección IP si es falsa o esta originada por multiplicación automática de una máquina. Se buscaría –como decíamos en la Tribuna de hace un mes– descubrir quién trata de mecer la cuna. Resumiendo: deberíamos situar mentalmente a Facebook más cerca de una agencia de noticias que de una telefónica.

Lo mismo que el Gobierno regula la composición y el etiquetado de los alimentos que consumimos o las medicinas con las que nos aliviamos, debería también responsabilizarse de ordenar el campo por donde fluyen las informaciones que ingerimos, supervisando que las normas –a establecer– se cumplen. Regular las informaciones en la red no es sinónimo de implantar una censura de prensa; se trata más bien de que la responsabilidad del presidente de una compañía de comunicación de masas sea análoga a la de un director de periódico.

España tiene centros de ciberseguridad, militares y civiles, que pueden –debidamente dotados– ayudar en estas tareas. Establecer juzgados especializados –como los de género o de menores– en la lucha y definición de los delitos en internet también sería una idea a considerar. Asimismo si la competencia está regulada y se trata de proteger al consumidor ¿no habría que extrapolar estos conceptos al mundo digital y obligar a Facebook, a Google, a Twitter y todas las compañías que ganan dinero con nuestra información a seguir normas que protejan nuestros datos y no hagan daño a nuestra convivencia manipulando la verdad? Los enormes bancos de datos de estas grandes compañías les colocan en posición de monopolio con respecto a posibles competidores con el consiguiente daño al libre mercado de la publicidad y al más oscuro de los manipuladores de la opinión pública.

Algo de lo apuntado tendría que acometerse tanto a nivel nacional como europeo o internacional. Pero el primer paso es que el ciudadano de a pie sea consciente de que puede ser manipulado por la información que recibe. Que sus datos –a los que no suele dar mucho valor– adulterados o vendidos encubiertamente pueden hacer mucho daño. Al ciudadano y a la convivencia democrática general.