Opinión
La huida a Egipto
Cuando Herodes, celoso de su autoridad y su poder, aprende que ha nacido el «jefe» que guiará al pueblo de Israel, ordena matar a todos los niños menores de dos años en Belén y los alrededores. Jesús se salva por la intervención divina, que avisa a José de lo que espera al niño si se quedan y le ordena salir a Egipto.
Desde el primer momento, la vida de Jesús está puesta en riesgo por el poder. En este caso, por un aparente malentendido, repetido en los días de la Pasión, cuando Jesús sea proclamado Rey de los Judíos por Pilato. Claro que hay algo más. No se trata de una simple cuestión de competencia por la que los soberanos desconfíen de quien puede aspirar a su puesto. Hay también, en particular en Pilato, un profundo desconcierto ante quien afirma ser el soberano del Reino pero, al mismo tiempo, no toma las medidas que afirma están en su poder para defender su vida y su dignidad.
Eso es lo que prefigura la huida a Egipto. Puede ser tomada, muy al pie de la letra, como la huida de unos desvalidos ante la arrogancia y el miedo de los poderosos. Y sin embargo, es sobre todo el anticipo del conflicto que se presentará años más tarde cuando Jesús, convertido en «signo de contradicción», destroce, a veces con extrema violencia verbal, la unidad en la que lo político y lo religioso se acunaban mutuamente hasta entonces.
Hoy ya no estamos en ese punto. La política no tiene el freno que el cristianismo le puso, y por el que fue perseguido tantas veces desde aquella memorable huida a Egipto. Queda la capacidad del alma cristiana para oponerse a su absorción por el poder y el rotundo No de Cristo a esa fusión que, en nuestras sociedades post cristianas, se aspira a reconstruir desde otras bases. Ahí está la causa de la permanente desconfianza al cristianismo de la que tantas pruebas dan los poderosos en nuestro país. ¡Felices Navidades, queridos amigos!
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