Opinión

El gran desafío

La historia de la humanidad en conjunto, la de cada colectivo humano e incluso la de cualquier individuo, es entre otras cosas el relato de las respuestas que han sido capaces de ofrecer a los desafíos surgidos en cada momento de su existencia. A través de ese itinerario se enmarca el éxito o el fracaso de los respectivos protagonistas. En el curso de los siglos los retos han sido cada vez mayores. Pero cuando parece que no pueden superarse las dificultades, se acaba siempre sobrepasando los obstáculos. A todo «Non plus ultra» han ido oponiéndose el esfuerzo, la voluntad y la inteligencia de los hombres, para señalar un nuevo «plus ultra».

España ha protagonizado algunos de esos empeños excepcionales. Por ejemplo, nada menos que la gesta colombina o la iniciada por Magallanes y concluida por Elcano, que hicieron posible, primero, la comunicación trasatlántica y, poco después, la circunnavegación planetaria, a la que se refirió el rey en su discurso con motivo de la Pascua Militar. Más tarde vinieron otras epopeyas en la conquista de nuevos espacios hasta que hace apenas unos días la sonda «New Horizons» enviaba imágenes de «Ultima Thule», el objeto más lejano explorado hasta ahora por una nave espacial, un mundo al límite conocido del sistema solar.

Sin embargo los objetivos más importantes a conseguir, no siempre consisten en descubrir rutas o paisajes nuevos; ni en alcanzar espacios localizados a miles o millones de kilómetros. Los muros a romper son, en ocasiones, de otra naturaleza. Más próximos incluso dentro de nosotros mismos, pero no menos decisivos, como es el caso, aunque parezca extraño, de intentar lograr la concordia en la España actual. Algo sobre lo que S.M. Felipe VI ha venido insistiendo, en las últimas semanas, reivindicando un proyecto común, basado en el respeto y en la solidaridad. Aboga el monarca por un compromiso nacional e intergeneracional, que es tanto como recordar la historicidad de la sociedad. El ayer y el hoy a la conquista de un mañana mejor, con el protagonismo de todos. Para ello sirve la continuidad en el empeño, como garantía frente a las rupturas sin más asideros que el rencor. Tenemos la obligación de hacer futuro con la experiencia de unos, la ilusión de otros y la esperanza de todos. Una tarea basada en el esfuerzo colectivo, en la cohesión social y el entendimiento, en el ámbito de la lealtad recíproca. ¿Cuál puede ser la llave de ese programa? Sin duda, la educación.

No pocos de los problemas actuales, sin cuya resolución será muy complicado acometer los retos ineludibles del futuro, se deben al fiasco de las propuestas educativas de los últimos años. Una generación, al menos, ha sido víctima, y con ella todos, de un enorme fraude. Se les ofreció un modelo «formativo», con evidentes carencias en todos los aspectos, que establecía un cursus honorum a cuyo final encontrarían la inserción sociolaboral, gracias a la capacitación recibida. Fue una larga andadura dedicada a cursar la enseñanza básica; la secundaria y la universitaria; o algún trayecto alternativo por otra vía como la «formación profesional». Pero al término de la que el «libro de ruta» señalaba como última etapa no estaba la anunciada «meta». Alguien se había llevado la pancarta.

La justificación a tal engaño se apoyó en una serie de discursos vacíos, con la crisis económica como lugar común y la insolidaridad como respuesta. Ante eso la reacción de los que veían burladas sus esperanzas no podía ser otra que la frustración y la protesta. La pérdida de confianza en quienes diseñaron el camino vacío ha impulsado el auge de los movimientos radicales, de diverso signo. Estamos ahora frente al peligro de un nuevo episodio de contracción económica pero, sobre todo, en los umbrales de un mundo más inestable y, en consecuencia, cargado de incertidumbre y de una cierta angustia. Aguardar a describir sus efectos a posteriori; sería demasiado arriesgado.

El futuro, aun el más inmediato, se perfila como un tiempo de enormes cambios, de magnitud y rapidez sin parangón con lo ocurrido hasta ahora. Esa realidad que percibimos exige para afrontarla una preparación adecuada, en la doble vertiente de la formación personal y profesional. Habrá que educar para que los jóvenes no vuelvan a sentirse marginados y sean capaces de buscar nuevos objetivos que den sentido a su vida.

No podemos dominar el mañana pero tampoco tratar de aplicar en él los esquemas de un presente, fallidos en muchos casos. Unos instrumentos inservibles para abordar situaciones que poco o nada tendrán que ver con la actualidad, en múltiples aspectos. Por tanto si no sabemos prever el acontecer material futuro, tratemos de mejorar las capacidades espirituales del sujeto que ha de gestionarlo: la autoconfianza y la creatividad y, muy especialmente, la solidaridad. Y esto nos obliga a todos a una educación o reeducación que comparta tales valores.

Tiene razón S. M. cuando llama al empleo de cuantos recursos podamos disponer para conquistar un futuro mejor, en todos los órdenes. Ya es hora de responder a los grandes desafíos, dejando atrás retóricas vacías e inoperantes, y construir una escuela no supeditada a ideologías de partidos o géneros; sin imposiciones lingüísticas limitativas, ni contenidos al servicio de intereses deleznables en el sentido intelectual y moral.