Opinión

San Valentín

El domingo, mientras las banderas, como puños, golpeaban el aire en el centro de Madrid, vi, por primera vez este año, perseguirse amorosamente dos mirlos entre los laureles y el seto de hiedra del jardín, y llevo una semana oyendo el arrullo precoz de las torcaces, aprovechando que el aire se serena y el tiempo da un respiro. Me refiero, claro, al tiempo atmosférico, que tiene poco que ver con el tiempo político, cada vez más oscuro, cargante y turbulento, mucho menos propicio al amor que a la guerra en estos días de cólera.

Digo que se acerca la fiesta de San Valentín, que los países nórdicos establecieron hacia 1840 como el Día de los Enamorados, aprovechando que en torno a esta fecha se abre un resquicio de luz en el oscuro invierno y empiezan a emparejarse y aparearse los pájaros. O sea, un preludio de la primavera que, como se sabe, la sangre altera. Tampoco faltan los que creen que se trata de una fiesta pagana, cristianizada, que bien pudiera ser. En la antigua Roma se acudía al dios del amor, Cupido –el Eros griego– con ofrendas para alcanzar el enamoramiento y la correspondencia amorosa. En España, el Día de los Enamorados fue una idea comercial de Galerías Preciados, a mediados del siglo pasado, retomada e impulsada por El Corte Inglés. Hoy se ha quedado en eso: en una fiesta romántico-comercial, cuando el amor se ha trivializado y parece que pierde consistencia.

La leyenda de San Valentín tiene precisamente su origen en la Roma del siglo III. Gobernaba el emperador Claudio II, que tuvo la ocurrencia de prohibir a los jóvenes soldados que se casaran para que no tuvieran ataduras ni perdieran energía. Algo parecido a lo que hace ahora la Iglesia con el celibato de los curas. Valentín, sacerdote cristiano, convencido de que era un decreto injusto, desobedeció las órdenes del emperador y se decidió a bendecir en secreto el matrimonio de los jóvenes enamorados. Esto le costó la cárcel y la vida, y eso que estando en prisión curó de la ceguera a Julia, la hija de Asterius, el oficial carcelero que, a raíz de eso, se convirtió al cristianismo. Pero ni aun así se libró de la muerte. A pesar de los titubeos de Claudio cuando se enteró, Valentín fue ajusticiado el 14 de febrero del año 270. La joven Julia, agradecida, plantó un almendro de flores rosadas sobre su tumba. Y desde entonces el almendro, un árbol fuerte y hermoso, se convirtió en símbolo del amor verdadero.