Opinión
La gran ocasión
El proceso electoral que ahora se abre bien podría ser la última oportunidad para dar comienzo a la regeneración política, aunque fuese mínimamente, empezando por la actuación de los candidatos; pese a que esto parece poco probable. No tengo pues gran confianza, pero las elecciones podrían servirles, al menos, para desmentir a Jardiel y a Ortega demostrando que no se han hecho políticos por no atreverse a ser inteligentes, ni porque sean (necesariamente) torpes. Claro que, a lo mejor pretenden no arriesgarse. P. Valery escribía a su madre, «si saben los electores que me gusta la filosofía es casi indudable que no me elegirían diputado». Acaso cabría añadir hoy que una parte tampoco lo harían si le viesen respetuoso, honesto y coherente. Pero un porcentaje alto de los que concurren a la busca de un escaño, a finales de abril, no tienen este problema.
La confrontación electoral no es, precisamente, una ceremonia de «etiqueta»; más bien lo contrario. La zafiedad de las formas y la renuncia a cualquier esfuerzo intelectual para presentar un proyecto atractivo, defendido con rigor, han convertido las campañas electorales en un enfrentamiento de etiquetas, con el correspondiente código de barras para su gestión automática. La política española se parece así, cada vez más, al baúl de Doña Concha rotulado con un muestrario de acusaciones que recorre la geografía de nuestro país. El equipaje de la «tourné mitinera», en lugar de los nombres de ciudades y pueblos, de la gira artística de «la Piquer», se adorna con epítetos descalificadores. Un catálogo en el que se pueden hallar imputaciones tales como: «machista», «supremacista», «xenófobo», «capitalista», «ultra» (peligroso solo cuando es de derechas ya que de «izquierdas» deviene casi necesario), «corrupto», ... y «facha», el comodín universal que suele emplearse frente a quien no piensa como tú; el contendiente político, el presidente de la comunidad de vecinos, el hincha del equipo rival ..., o sea todo aquel que te lleve la contraria. Un término pues imprescindible en el depauperado lenguaje actual como: «tío», «vale», «guay», «colega»...
Así, entre la audacia de unos y los complejos de otros se repiten diversas contribuciones más a la teoría política, igualmente sublimes y emocionantes. Estamos ante una muestra rotunda de la consideración que les merecen no sólo sus contrincantes, sino también el electorado, al que intentan satisfacer con tan enriquecedoras aportaciones.
Arranca la gran batalla de la guerra por el poder y, en cualquier guerra, la primera víctima es la verdad. Otra cosa es que se empeñen en demostrar que la segunda víctima de la política (convertida en representación bélica) sea la inteligencia. Esta es la hazaña de la «pospolítica», ni ciencia ni arte, que viene a ser la técnica para manipular la nada. Aunque para lograrlo haya que utilizar cualquier recurso, hasta las instituciones públicas, retorciendo la ley o llevándola a extremos de dudosa moralidad.
A la vista de este panorama recuerdo nuevamente a Ortega, cuando advertía que «la salud de la democracia depende del procedimiento electoral. Todo lo demás es secundario». Palabras que siguen manteniendo su fuerza contra el fraude y la manipulación, no ya de los votos, como en otros tiempos, sino de los votantes. Estamos ante un engaño para transformar el mayor número posible de individuos en miembros de un «coro» que repite idénticas consignas contra el oponente, y poco más. Un ejemplo magnífico de gregarismo, ajeno a cualquier esfuerzo crítico. El ambiente adecuado para aquellos que, como escribía M. Espinosa, procuran que la política se reduzca a la simpatía del poder hacia sí mismo.
A partir de ahí nos encontramos con la perplejidad de algunos sectores sociales que manifiestan gran preocupación ante los comportamientos exhibidos por nuestros gobernantes y, en no pocos casos también, de los que esperan serlo. Un sentimiento plasmado en interrogantes como: ¿Pero éstos piensan en España? ¿Por qué no se ocupan de las cuestiones que de verdad interesan a la gente? ¿No les da vergüenza lo que hacen? Son preguntas que llevan a una respuesta poco alentadora: «no». Por eso la reacción más repetida, muestra de asombro y desconcierto, se convierte en un «esto no había pasado nunca», o «nunca se había llegado tan lejos», o «es imposible hacerlo peor». No les falta razón, pero eso ya no cuenta.
Al resto de la sociedad, atrapado por la indiferencia, estos asuntos le importan más bien poco; salvo a la hora de plantear sus particulares reivindicaciones. Ni siquiera la ruptura de la convivencia, o la amenaza de quiebra del propio Estado, por muy ilógico que sea. En este caldo de cultivo, de la cultura de la fragmentación, se asienta la pospolítica actual que tiende a incrementar la confrontación. Su estrategia se resuelve en unos cuantos golpes de efecto sobre asuntos episódicos, en aparentar soluciones a las demandas más ruidosas, y en algún que otro gesto demagógico.
Nos aguardan unas elecciones decisivas para el futuro de España, acaso las más trascendentales desde febrero de 1936, pero me temo que sus preparativos se van a desarrollar entre la bronca, más o menos ruidosa; las promesas falsas y la táctica del calamar. Todo vale, pero no siempre. Con este horizonte la gran ocasión para iniciar un cambio solo podrá venir, finalmente, de la mano del electorado que no se conforme.
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