Opinión
Las reglas del juego político
Los tres agentes principales en la democracia representativa que intentamos practicar pienso que son los partidos políticos, el pueblo y los grupos de poder invisible que actúan sobre el sistema. O al menos así imagino los componentes básicos de la convivencia que ensayamos en Occidente. Los partidos políticos –digan lo que digan sus elevados estatutos o la ideología que proclaman– actúan en la práctica como agencias de colocación de sus militantes cuya prioridad absoluta es conseguir para ellos un puesto de remuneración pública. No se agotan con esto sus aspiraciones; pero lo que sigue en su lista de deseos –sus prioridades sociales– están subordinadas al primer objetivo. El pueblo, es decir los electores, es altamente manipulable a través de los modernos medios de comunicación social asociados al internet y en menor grado por los más tradicionales de prensa escrita, radio y televisión. Sus deseos y sentimientos se visualizan en una fluctuante opinión pública. El tercer grupo –el más opaco– no siempre es fácil de identificar pero actúa decisivamente en la mayoría de los casos manipulando la opinión pública o corrompiendo a los políticos. Estos creo que son –al menos en mí limitada visión- los tres agentes principales de nuestra democracia. Los protagonistas de las reglas del juego.
El reciente informe del consejero especial Mueller –sobre la conducta del presidente norteamericano y la relación de su campaña electoral con entidades oficiales rusas– ofrece una fascinante oportunidad para observar estos tres agentes políticos en acción, naturalmente en un escenario especifico, aunque las consecuencias nos afecten a todos por el papel de liderazgo –menguante– que sigue desempeñando los EE UU y por la tradición, prestigio y convicción de sus instituciones democráticas, al menos comparadas con otras tales como las españolas. Muchos párrafos de este informe de 448 páginas han sido censurados –antes de hacerse público– por el Departamento de Justicia (una especie de mezcla entre nuestro Ministerio de Justicia y Fiscalía General) del Sr. Barr que depende políticamente del presidente Trump. Mueller ha actuado básicamente más como lo haría un juez instructor español que como un fiscal, tratando de determinar primero: si ha habido colusión/coordinación/conspiración entre entidades rusas y la campaña electoral del entonces candidato Trump; y en segundo lugar, si el ya elegido presidente trató de dificultar u obstruir la correspondiente investigación sobre esta conexión. Es decir, ha investigado los hechos sin alcanzar a formular acusaciones. Pero lo que sí ha probado Mueller es que existió un claro entendimiento entre los rusos y el entorno de Trump aunque no se lo puede denominar colusión al no ser este un término jurídico. Tampoco hay pruebas suficientes para calificarlo formalmente como coordinación. Unos y otros conocían lo que hacían y sabían que iban en la misma dirección –que Trump saliera elegido en lugar de Hillary Clinton– pero no hay ningún documento o protocolo firmado que pruebe esta coordinación. De lo que no hay la menor duda es de cómo actuaron los rusos –los poderes oscuros en este caso– que siguieron dos líneas de acción principales. Un centro informático con sede en San Petersburgo propiedad del Sr. Prigozhin –íntimo colaborador del presidente Putin– utilizó profusamente Facebook, Twitter, YouTube, Instagram y otros medios de internet para difundir noticias falsas y convocar mítines en apoyo del candidato Trump a la vez que calumniaba y denigraba a Clinton. Los procedimientos utilizados fueron muy sofisticados y están descritos minuciosamente en el informe Mueller. Adicionalmente la Inteligencia rusa –el GRU, equivalente a nuestro CNI– logró penetrar a distancia en los ordenadores del Partido Demócrata y del entorno electoral de la Sra. Clinton robando inmensas cantidades de datos que posteriormente fueron difundidos directamente a través de falsas identidades y por el WikiLeaks del Sr. Assange que se prestó con gusto a ellos. Es decir, resumiendo, unos rusos –identificados– robaron y calumniaron y los de Trump lo sabían y se aprovecharon de ello, pero no hubo firmas al pie de ningún documento de coordinación.
La segunda parte del informe Mueller describe detalladamente las presiones, amenazas e interferencias que realizó el Sr. Trump contra los que investigaban la conexión con los rusos descrita anteriormente. Pero quizás impactado por las altas responsabilidades de la Presidencia y el respeto constitucional hacia los poderes del Ejecutivo no alcanza a calificarlos técnicamente como obstrucción a la Justicia.
Parte importante de la prensa norteamericana –muy principalmente «The New York Times» y el «Washington Post»– atacan sin tregua a Trump. Otros medios –la cadena Fox News y el resto del imperio Murdoch– lo defienden con pasión. Pero los poderes oscuros rusos no han tratado de interferir ahí; lo han hecho –en tremenda ofensiva– contra los medios de comunicación social. A todo esto, el Partido Republicano observa paralizado esta maquinación mientras su presidente persigue una agenda prácticamente opuesta a lo que ha venido siendo su ideario tradicional pero, básicamente calla ante quien le consigue puestos de poder. Y el pueblo norteamericano, más dividido políticamente que nunca, es víctima de sus dos partidos y de las tenebrosas fuerzas exteriores que manipulan las reglas del juego político hasta hacer irreconocibles los equilibrios institucionales que inspiraron la fundación de ese gran país. El informe Mueller contiene pues una lección universal sobre los peligros que acechan a todas las naciones que intentan practicar la democracia. Sobre cómo se pueden manipular los procedimientos electorales con los medios tecnológicos actuales y qué vulnerable es nuestro juego político ante ambiciones personales sin ética.
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