Opinión

El último vecino

En Sarnago no hay crisis, ni paro. Nadie se para a escuchar a los políticos. No han pegado en la pared de mi casa que da a la plaza ningún cartel electoral. Hace tiempo que no queda un pensionista y nunca nadie, que se recuerde, ha cobrado en Sarnago el seguro de desempleo. Por no haber, en el pueblo no hay un alma desde la primavera de 1979. El campo está crecido con las últimas lluvias, encaña ya la mies y en los trigales empiezan a cantar las codornices en celo, pero nadie las oye, ni se ve una caballería por los caminos, ni nadie sabe quiénes son los dueños de las tierras.

Revolviendo en mis papeles, he encontrado un escrito mío de cuando entonces, un recorte amarillento del «Ya», con la tinta desvaída, de fecha 14 de marzo de aquel año. Se titula «Salvar el pueblo» y me parece que podía considerarse el acta de defunción de un pueblo. Lo traigo a cuento porque tengo la sensación de que el interés por el drama de la despoblación ha decaído en la campaña electoral. Dice así: «El Ayuntamiento está cerrado con llave para siempre. El último habitante, Aurelio, el del tío Luis, está en el hospital de Soria. Y no piensa volver a aquella soledad. Pocos días antes habían salido del pueblo los últimos ''náufragos'': Tomás, el cartero, y el Lorenzo y la Clementa, los dos hermanos solterones. Mi pueblo acaba de morir. Alguien compasivamente ha levantado el portillo de la pared del camposanto que da al ejido, antes de partir, para proteger un poco a los muertos. ¡Qué solos se han quedado los pobres bajo el viejo saúco a punto de florecer!».

El presagio se cumplió. El último vecino nunca más volvió. Al partir para el hospital, le entregó a Toño, el cura, la llave del cementerio. «Yo, ¿para qué la quiero ya?», le dijo. Un mes y una semana después el Aurelio del tío Luis, el último vecino, moría, cirrótico perdido, en el hospital de Soria, y nadie acudió a recoger su cadáver, que acabó, como ya he contado otras veces, en la sala de disección de la Facultad de Medicina.

Dentro de unos días será la fiesta de la Trinidad, la fiesta mayor del pueblo, que alegraban «Los Patos» de Cornago con su guitarra y su violín, mientras las móndidas, con su cestaño florido a la cabeza, y el mozo del ramo, con la copa de arce adornada con roscos, rosas y pañuelos de seda, recorrían las calles recién barridas.