Opinión

La farsa

Lo que ha ocurrido en el palacio de las Cortes, en el estreno de la legislatura, ha sido una farsa, capaz de desacreditar, hasta límites insoportables, las instituciones del Estado. Seguramente es lo que pretendían los farsantes, con la complacencia idiota de la izquierda y el servilismo de sus terminales judiciales y mediáticas. Nadie sabe aún qué han prometido o jurado los políticos catalanes presos ni los que les han acompañado en semejante despropósito. Sólo ha quedado meridianamente claro que no han prometido o jurado, ni por imperativo legal ni por nada, cumplir la Constitución con lealtad al Jefe del Estado, o sea al Rey en este caso. No está en su ánimo. Más bien han prometido o jurado todo lo contrario de manera estentórea. Ha sido una profanación del templo de la soberanía nacional, una ofensa al pueblo y una perversión de la libertad de expresión. Ha sido una farsa en el peor sentido de la palabra: «Engaño, ficción o simulación. Cosa que se hace para engañar». Y, en este mismo sentido, farsante es «el que simula sentimientos u opiniones que no tiene, para obtener provecho de ello». Exactamente es lo que ha pasado en la sesión más vergonzosa, desde el 23-F, en el Congreso de los Diputados. Sus actores principales y secundarios han dado razones de sobra a los que defienden, como ocurre en Alemania o en Francia, la ilegalización de los partidos separatistas, enemigos de la Constitución.

El espectáculo ofrecido por los representantes del pueblo español tenía poco que ver, salvo en el pintoresquismo de algunos personajes, su desaliño y la cara de simples actores secundarios con el apuntador detrás a la hora de la proclama, con la farsa en el sentido de diversión popular, de la que habla Benavente y a la que tan aficionados somos los españoles cuando nos da por reímos de nosotros mismos. Vale la pena recordar el prólogo de «Los intereses creados» si nos empeñamos en ver en la disparatada sesión de las Cortes un episodio genuino y teatral de nuestra forma castiza de hacer política: «He aquí el tinglado de la antigua farsa, la que alivió en las posadas aldeanas el cansancio de los trajinantes, la que embobó en las plazas de humildes lugares a los simples villanos, la que juntó en ciudades populosas a los más variados concursos». Ahí estamos. En esto no cambiamos. Pero nunca habíamos llegado a representar con tanta ostentación, desde la tarde-noche de los guardias civiles, esta antigua farsa en el palacio de la Carrera de San Jerónimo.