Opinión

¿Hasta cuándo?

El panorama político español, desde las representaciones de abril y mayo, parecía haber agotado los calificativos. Pues no. A la lucha interpartidista por el modus vivendi, o sea por el poder, sinónimo de comer, se unen ahora varios episodios de crisis intrapartidistas. Eso sí, por el mismo motivo. Todos quieren más y no hay para tantos. Al fin y al cabo, como advertía Jonathan Swift, cualquier partido político es la locura de muchos para el beneficio de unos pocos; claro que éstos, sumados entre sí, acaban siendo demasiados. Algo tan simple ha de disfrazarse con un discurso encubridor, fingiendo escrúpulos ideológicos con algún «nuevo» tropo. Ya no soy capaz de saber si la gente se queda atónita o simplemente paralizada por la anestesia que acarrean tales juegos.

Lo malo de esto es que la ideología, de por sí maleable, anda un poco devaluada por los mismos que se acogen a ella para justificar las guerras intestinas. Los implicados se han repartido tarjetas de liberales, social-demócratas, conservadores, ultras, constitucionales, antisistemas, ... etc., demonizando a unos y santificando a otros. A partir de ahí construyeron sus grandes declaraciones electorales. Nuestro objetivo es echar a fulano, proclamaban unos; con tal o cual partido no pactaremos jamás, aseguraban otros; y el resto soltaba «perlas» por el estilo.

Ante las complicaciones posteriores, unos olvidan pronto y muestran un nivel de adaptación asombroso; otros se refugian en lo dicho, como acogiéndose a sagrado, y a la hora del «reparto» surgen los problemas. Los que hoy claman por la ayuda que necesitan para gobernar, en la forma que sea, no han dudado en pactar con los enemigos de la España a la que dicen representar y con los que asesinaron, hace no mucho, a varios de sus compañeros. Los que a esta fecha piden que su partido permita formar gobierno al que pretendían desalojar, a todo trance del palacio monclovita, la víspera estaban anclados en la línea del «allá ellos, que carguen con sus responsabilidades». Claro que ese mismo partido defensor del «no pasaran» ha pactado en ámbitos locales y autonómicos con aquellos a quienes se niegan a dejar acceder al Gobierno de la Nación. Otros constitucionalistas se oponen también a cualquier cesión y los últimos en llegar no quieren ejercer de socios convidados de piedra y amenazan con ceder al enemigo alguna plaza fundamental, sí el amigo no compensa sus servicios en otro destino. Por su lado los que prometían un cambio de sistema andan a la que salta, y si puede ser un ministerio, mejor, aunque sea de Marina. No es descartable alguna sorpresa de última hora, incluso para peor. Mientras tanto ¿España?, bien gracias, no moleste.

Habrá costado, sobre todo a sus principales responsables, pero hemos llegado a la versión más peligrosa de la conjura de los necios. Aquella de la que todos forman parte asumiendo sus papeles como algo natural. Parece que la ilógica del absurdo se hubiera convertido en la única lógica. Así se va perdiendo la posibilidad de superar tal despropósito. Pero hasta en el reparto de descalificativos (comunistas, fascistas, o fachas, en versión aún más simple) estamos al mismo nivel insustancial, frívolo y ridículo de los personajes de John Kennedy Toole.

Nuestros políticos se asemejan, no poco, a los diversos sujetos reunidos a la puerta de la tienda de D.H. Holmes, en la calle Canal de Nueva Orleans. Tenía razón el autor norteamericano cuando reclamaba un poco de teología y geometría para recuperar una ética y una estética, imprescindibles como medio de regeneración, en los Estados Unidos de mediados del siglo XX, o en la España de hoy. Todos somos, en parte, Ignatius Reilly, y al menos habríamos de tener la decencia de resistirnos al constante lavado de cerebro al que se nos somete. La naturaleza hace a veces un tonto y otras un genio pero es necesaria la política infame para generalizar la tontería y perseguir la genialidad. En nuestra mano está resistir ambas cosas

Decía el personaje de la gorra imposible que en la vida hay tres caminos: el bueno, el malo y el que te dejan recorrer. Lo mismo cabría afirmar sobre la política. Seguramente el bueno es una figuración ideal, propia de la fe; el malo, una expresión difícilmente evitable del lado oscuro de la naturaleza humana; el que nos dejan recorrer es una posibilidad entre el acomodamiento y la superación, personal y colectiva. En realidad es el único verdaderamente propio del ciudadano. No es un espacio absolutamente rígido. Podemos actuar sobre él y desde él aunque se intente desmotivarnos a todo trance. Llegados a este punto habría que preguntarse ¿no cabe otra política en la actual relación de fuerzas? Evidentemente sí. Una «política» que anteponga los valores a las miserias; la del pacto, pero al servicio de la inmensa mayoría de los españoles.

Sin embargo, la tentación del político es reducir este cauce, mediante un adoctrinamiento hacia la necedad cómplice del votante; de este modo se nos condena, entre otras cosas, a la idiocia o al pesimismo. Porque el optimismo, derivado de pensar en grande y mirar lejos, les produce náuseas. ¿Hasta cuándo? No lo sé pero, por si acaso, no deberían despreciar la amenaza que supone, también para ellos, su propia necedad.