Opinión
Catalunya y su problema
España es una comunidad de gente que ha hecho un largo camino durante muchos siglos. Nos ató en la tierra la razón griega, nos organizó el estado romano, nos proyectó al eterno la religión cristiana, nos temperamento la sangre goda, y así dispuestos se nos llamó españoles. Demostramos que el mejor sale de unir la diversidad en un gran propósito. Nuestra aventura juntos, con los errores de toda obra humana, cambió el mundo para bien. Cuando en el siglo XVIII perdimos la confianza en nuestra palabra y las ganas de decirle al mundo empezamos a pelearnos entre nosotros, empujados por las nacientes ideologías inventadas, como decía D’Ors, «para aburridos segundones envidiosos del heredero». Lo mismo sucedió en toda Europa, y los siglos XIX y XX fueron interminables años de guerra civil que culminaron en dos pavorosas guerras mundiales.
Y dentro de España, Cataluña, que ha mantenido, durante siglos, una incuestionable voluntad de ser, es decir, una clara determinación para mantener una cultura propia (una lengua y una forma peculiar de organizarse socialmente). Esta voluntad de ser estado ligada a la petición de su reconocimiento nacional por parte del Estado. Un reconocimiento muy bien expresado, por cierto, en la Constitución del 78. Al contrario de lo que se suele decir, la singularidad catalana está bien ajustada en nuestra arquitectura institucional. Lo que se debe hacer ahora, es que Cataluña profundice en el reconocimiento de su pluralidad interna.
Esta voluntad de ser de los catalanes no se ha expresado casi nunca como un ser-al-margen-España. Al contrario. Desde los inicios del catalanismo cultural y político, lo que se ha reivindicado es ser una-parte-decisiva-España. Los historiadores que impulsaron la Renaixença reivindicaban que se reconociera el papel capital de Cataluña en la configuración de España. Es decir, que se entienda mejor España como confluencia.
No hay un «problema catalán», sino un «problema nacionalista». La discusión no es entre «centralismo» y «descentralización», sino como asignar las competencias de las administraciones según su capacidad racional para cumplir mejor, según el principio de subsidiariedad. No hay un problema con el catalán, lengua española, ni con el castellano, acogido desde siglos por los catalanes como lengua propia; hay un problema de derechos humanos y de libertad ciudadana. No hay «España» y «Cataluña», sino Cataluña y resto de España. No hay «unionistas» porque no hay nada que unir, sino un pequeño grupo de catalanes ideologizados que utilizan el populismo surgido de la crisis económica, institucional y moral del 2008, para avanzar su agenda ideológica. No hay que «encajar Cataluña»; hay que superar el nacionalismo en el Estado de Derecho. La solución al pleito político que hemos vivido no pasa por otorgar a Cataluña más competencias sobre ella misma, sino trabajar en la mejor tradición del catalanismo político que se ha comprometido siempre con la misma intensidad por la plenitud de Cataluña y por el logro de España . Con palabras de su tiempo,
Cambó repetía que trabajaba siempre «por la libertad de Cataluña y por la grandeza de España».
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