Opinión

Franco es la nueva Ana Obregón

Llegan a su fin los posados veraniegos. Ana Obregón nos ha fallado y los días se acortan y nos recuerdan que lo mismo pasará con nuestras vidas, que serán un biquini menguante y piel pretérita. Así que hay que inventar reclamos para que la fantasía perdure y poco a poco cambie el futuro. Amanecerá el día en que a usted, por ejemplo, le acusarán de delincuente y le someterán a un ejercicio de reeducación. Basta con que muestre su desacuerdo con la versión oficial del aquelarre hispano. Franco es la asignatura preferida de este Gobierno. En cuanto llegó por la puerta de atrás lo desenterró metafóricamente y, ahora, cuando se cumplen cien días en funciones, saca a pasear su memoria histérica. En algo deben entretener su inapetencia y su programa de ingeniería cerebral. Así que mientras tanto... La eliminación de los títulos nobiliarios concedidos por el dictador y el otorgado por el Rey a la hija del finado gozará de una gran popularidad. Los nobles están mejor en la hoguera, ya se sabe por todas las revoluciones. Salvo ellos mismos, nadie se echará a la calle. Si además tienen apellidos de bravura franquista, los aplausos alcanzarán la otra orilla. No hay otra cosa que hacer este agosto, además de quejarse por las fiestas de Lavapiés que ya no son de los manteros

Ya lo dice Alberto Garzón en un ejercicio de manipulación digna de un genetista político: «¿Alguien se imagina en Alemania un ducado de Hitler?». ¿Alguien se imagina que en el Congreso de los Diputados haya asientos para los herederos de Stalin? ¿Que un día se sentaron allí Carrillo, tan cerca de Paracuellos, y la Pasionaria, tan lejos de la URSS de Chernobil? El autor olvidará haber escrito estas frases tan burdas. Mirará a Garzón, tan viejoven, y le preguntará si lo dice de verdad o forma parte del estribillo de la canción del verano, la que mece a los ahogados de este año.

Lo que no se cata es que tras estas barbaridades vendidas como justicia poética está el borrado de la historia. No se quiere explicar lo que pasó sino hacerlo desaparecer o pintarlo del color elegido por el poder de cierta izquierda, la que nunca hizo nada malo, la que se mantuvo siempre en inmaculada concepción, levitando en el génesis del mundo, en los albores de los años treinta. Todo lo que ocurriera antes es menester de teorías de la conspiración, asuntos de tierraplanistas o fachas, que para el caso es lo mismo. Malvados o ridículos. Franco se convierte así en la nueva Ana Obregón, un protagonista más de «Lazos de sangre», solo que ya no es azul sino roja.