Opinión
Las Américas que viví
Entre las cosas que más debo agradecer a la Armada se encuentran las cuatro veces que he estado destinado en los EEUU. En América, como la llamaban todos con más afecto que precisión. Fueron en total casi ocho interesantes años, bastante espaciados, lo que nos permitió –a mi familia y a mí– comprobar los grandes cambios que experimentó la sociedad norteamericana. Cuando regresábamos a España, nuestros amigos nos solían preguntar cómo era aquello Pero ¿cómo resumir tal cumulo de experiencias en pocas palabras? Yo solía contestar: América es grande, muy grande. Solo un ejemplo: cuando nombran una ciudad, añaden el Estado donde se encuentra para que tengas una idea –aunque sea remota– de dónde está situada. Es como si aquí dijéramos: Toledo, en Castilla-La Mancha, para situar a nuestra ciudad imperial. Aunque sigo pensando que lo de grande es una buena definición, quizás ahora añadiría la rapidez con que cambia y se transforma.
La primera de mis aventuras americanas empezó cuando fuimos a recoger tres destructores transferidos por la US Navy. Tardamos casi un año pues hicimos obras de modernización en un astillero civil en Jacksonville, Florida. Era la época de la guerra de Vietnam y veíamos quemar banderas norteamericanas en público y el problema racial parecía insoluble. A veces íbamos al cine y cuando un actor negro pegaba a un blanco –nosotros éramos claramente neutrales– todos los espectadores –naturalmente negros– se ponían en pie y aclamaban al justiciero. Tiempos muy crispados pero donde en las películas de Doris Day – entre otras– podíamos comprobar la diferencia de nivel de vida de la clase media entre España y los EEUU.
La segunda vez fue en Newport, Rhode Island haciendo un curso de postgraduado en la Escuela de Estado Mayor de la US Navy. Como en la vez anterior me acompaño mi mujer y mi hija. Newport era el hogar de los Kennedy y una bella tierra impregnada de sabor marinero y con las mansiones de los millonarios de la Belle Époque. Vivíamos en la Avenida Bellevue, en un bonito apartamento, aunque no ciertamente una de aquellas mansiones donde veíamos jugar al criquet los fines de semana. Mis profesores norteamericanos tenían una gran libertad intelectual y estaban totalmente dedicados a que los alumnos internacionales comprendiéramos la cultura norteamericana –con numerosos viajes– lo que nos encantaba, especialmente aquellos con nuestras familias. La America de Nueva Inglaterra parecía mucho más amable y contenta consigo mismo que la de Jacksonville.
Algún tiempo después, tercera experiencia, tres años en Washington DC trabajando en el Programa naval español y con estatus diplomático. Gran experiencia para comprender cómo estaba organizada la Marina norteamericana y un atisbo sobre la vida diplomática, que es más dura –por el desarraigo familiar– de lo que parece contemplando su glamorosa vida social. Washington era –y es– la ciudad con más diplomáticos, militares extranjeros y «lobistas» del mundo y nuestros interlocutores norteamericanos se defendían evitando que pudiéramos contactar humanamente con ellos.
La última experiencia norteamericana fue –ya como Almirante– en Norfolk, Virginia, otros tres años, mandando una División del Estado Mayor del Atlántico Norte (SACLANT) de la OTAN. Primera oportunidad de estar integrado con oficiales de diferentes nacionalidades, otros ejércitos y con historiales muy interesantes y totalmente diferentes a lo que yo había hecho hasta ese momento en mi vida profesional. Enorme experiencia para observar y aprender, especialmente porqué los almirantes norteamericanos –en Norfolk había bastantes además de los de la OTAN– nos consideraban sus colegas y nos relacionábamos con gran sinceridad. No como en Washington.
A lo largo de estos treinta años he podido comprobar cómo la sociedad norteamericana ha evolucionado. Naturalmente que la posición desde la que mi familia y yo observábamos el panorama mejoro con el tiempo pero básicamente vivíamos entre la gente corriente, teníamos vecinos, comprábamos en las mismas tiendas y llevábamos el coche al mismo taller que ellos. Los americanos han hecho un gran esfuerzo para mejorar su convivencia y afrontar sus problemas tradicionales entre los que destacaban los de la integración racial y superar las enormes diferencias económicas internas. Han mantenido el ideal de independencia e iniciativa personificado en la figura del cowboy, que solo con su caballo y su rifle cruza las inmensas llanuras que se abren más allá del Mississippi. Otro mito en el que creen es que America es el único país donde si trabajas duro, puedes llegar a millonario aunque tus padres sean unos simples trabajadores. Se debaten permanentemente entre intentar ser un ejemplo para el mundo exterior o, alternativamente, aislarse de él apoyándose en su favorable geografía y enorme mercado interior. En resumen una gran nación que ha moldeado el mundo con su cultura e impuesto sus gustos ayudados por una industria cinematográfica de enorme calidad artística. Por eso duele, a los que hemos vivido entre ellos, la división que se está produciendo entre los que habitan en las ciudades costeras y los que trabajan en las zonas agrícolas e industriales atrasadas del centro. Esta amarga división entre los «deplorables» de Hillary Clinton y las elites intelectuales no es un invento del Sr. Trump que meramente, lo que ha hecho, es aprovecharse de ella. Pero lo mismo que supieron superar las divisiones de la época de Vietnam, confiemos para el bien de todos que puedan volver a ser otra vez la reluciente ciudad que brilla en lo alto de la colina iluminando a la humanidad.
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