Opinión

La España que pudo ser

En marzo de 1914 Ortega y Gasset anunciaba la pronta defunción del sistema de la Restauración y, con ella, de todo el siglo XIX. El Ochocientos que deseaba dejar atrás, como expresión de un pasado muerto, le parecía un siglo superlativamente anormal; una centuria agria, triste, pesimista, escéptica. En cuanto a lo primero, acertaba plenamente. El modelo puesto en marcha por Cánovas, apenas prolongaría su existencia un poco más; gracias, en parte, al paréntesis impuesto por la Primera Guerra Mundial. A partir de 1919 apuntaría inexorable el plano inclinado hacia la Dictadura. Sin embargo, sobre la extraordinariamente negativa percepción del XIX cabrían algunas matizaciones.

En el espejo «noventayochista» se proyectó el derrotismo hacia el Novecientos; aunque también, por extensión, hacia atrás, a todo el siglo precedente, acentuando una crítica desmesurada. La España que asomaba al siglo XX distaba mucho, acaso demasiado, de la que podía haber sido. La razón y el progreso, en ella fundamentado, así como la verdad habían perdido mucho de su prestigio. Habían acabado transmitiendo una sensación de fracaso general. La responsabilidad se focalizó en quienes gestionaron mal la vida del país; de modo particular en los políticos de aquella Restauración prolongada durante cuatro décadas. Pero eso sirvió de poco.

El periodo posterior, que va de la agonía y muerte del parlamentarismo liberal hasta 1975, tampoco fue una etapa fácil y festiva. El gran objetivo de la mayoría de la sociedad española continuaba siendo sobrevivir. Un anhelo plasmado, aún entonces, en disponer de «escuela y despensa» en grado suficiente. Mientras, la modernización del país parecía la eterna cuestión pendiente. Pese a todo, a finales del franquismo esas metas se habían conseguido, en alto grado. Faltaba la normalización institucional en clave democrática.

La Transición, con la monarquía constitucional como modelo, trajo aparejada la libertad política y un fuerte crecimiento económico, favorecido por nuestra incorporación a las Comunidades Europeas. En estos últimos cuarenta años España ha experimentado una profunda transformación en todos los órdenes. El binomio riqueza y libertad ha alcanzado unos niveles prácticamente inimaginables en muchos aspectos. La preparación de no pocos de nuestros jóvenes, también. Somos una gran nación, sin necesidad de triunfalismos ñoños.

Aún así, los resultados no son tan halagüeños como cabría esperar. El horizonte, para muchos es una línea difusa, a prolongar cada semana. En el último decenio han aumentado las diferencias económicas, y no económicas, entre los españoles. Muchos han sido marginados del mercado laboral, de manera casi permanente. Otros se ven empujados a una supervivencia subsidiada en medio del despilfarro de recursos públicos y de desigualdades escandalosas. Se ha acentuado la fragmentación social y territorial de España. La desigualdad interregional y la insolidaridad de unas autonomías respecto a otras avanza de manera preocupante.

Otra vez se mira a la política, a la mala política, como el factor capital, que no el único, de nuestros problemas. Ciertamente el espectáculo bochornoso, «de los representantes de la nación» y, no digamos, de los gerifaltes de cada taifa partidista, resulta intolerable. Los tejemanejes de estas últimas semanas han superado los peores momentos de aquella política fantasmagórica y caciquil que Ortega, y tantos más, pretendían enterrar para siempre.

Algunos parece que no se hayan enterado de que ganar unas elecciones no les legitima, en ningún modo, para mantener secuestrado políticamente al Estado. Si acaso, lo único cierto es que eso obliga a gobernar. A estos políticos que padecemos, adolescentes o no, España les importa poco, más allá de alguna formulación retórica. Y como a Diógenes, trasmutado ahora en Núñez Feijoo, nos empujan a buscar un hombre, aunque con tan escaso éxito como tuvo el de Sinope. Porque, en este caso, se busca además, un hombre de Estado. Especie extinguida, infinitamente más rara que el lince ibérico y el urogallo.

Recordemos al respecto la pintura que hacía Madariaga de tales sujetos: «por encima de todo el hombre de Estado está, por naturaleza, exento de bajas pasiones, egoísmo, egotismo, celos y vanidad». Aplicar este retrato a los políticos de hoy parece, cuando menos, un sarcasmo cruel. Claro que, acaso para disimular, cobran como si tuvieran tales virtudes. O más.

Lo cierto es que con las diferencias que se quieran, la percepción que tenemos de la España que es, muestra una imagen muy por debajo de lo que podía ser. De este modo, repitiendo esquemas de otros tiempos, se intenta cargar cada vez más duramente contra la Transición, y el régimen subsiguiente, magnificando sus errores y disimulando sus aciertos, como si de otra Restauración vituperable se hubiera tratado.

Sería una gran equivocación que, confundiendo la indeseable gestión política de los últimos años, con toda una época en la cual abundan más las luces que las sombras, cayéramos en el menosprecio generalizado de todas las instituciones, en el desencanto inmovilizador, al que tan dados somos históricamente, y en denostar esa realidad importante que se llama España. No cedamos a la tentación de proyectar nuestro descontento presente en un pasado más o menos manipulado.

España, como hace un siglo, debe ser mejor. Si uno de los factores que lo impiden es la «política», hagamos POLÍTICA. Pero este ejercicio es responsabilidad de todos.