Opinión
Sentencia: luces y sombras
La sentencia del Tribunal Supremo constituye un buen ejemplo de las virtudes y los límites de la intervención judicial de los asuntos políticos. Por un lado, se atiene a lo establecido en el Código Penal y descarta el delito de rebelión por no haberse producido violencia encaminada a subvertir el orden constitucional. Desde el primer momento se dijo que esto iba a ser muy difícil de demostrar y aunque durante el juicio oral aparecieron multitud de casos de violencia, ninguno de ellos ha sido suficiente para que el Tribunal se decidiera por el delito de rebelión. Sea lo que sea, se dan por probados hechos muy graves. Se dictan condenas importantes (a falta de lo que venga, y seguramente vendrá a partir de ahora, claro está). Y los independentistas saben que se les ha cerrado para siempre el camino emprendido en 2017. El «procés», y cualquier otro a partir de ahora, constituye como mínimo un delito de sedición.
Los límites consisten en que a una parte de la opinión pública no le va a ser fácil entender cómo lo que fue un levantamiento pueda ser castigado como si fuera un delito de orden público. La desproporción no es achacable a los jueces. Remite a otra esfera, en la que ha primado la voluntad de optar por la vía judicial en vez de aplicar soluciones políticas a un problema político, en el sentido más fuerte de la palabra, porque políticas son unas acciones encaminadas a destruir la base de la convivencia entre españoles. Y cuando se habla de política no debe entenderse medidas que ignoren el orden legal, sino otras –como los pactos de Estado entre partidos nacionales– destinadas a reforzarlo. El ejemplo lo dio el Rey el 3 de octubre y la decisión de Supremo arroja sobre su acción de aquel día nuevas luces, no siempre favorables, aunque menos deberían serlo para quienes, satisfechos ahora, no supieron entonces, ni antes, ni después, adoptar posiciones patrióticas y constitucionales.
La sentencia cierra el proceso de independencia y lo cierra como delito. Abre por tanto una etapa nueva en la que queda consolidado el orden constitucional. También ha abierto nuevas heridas que no será fácil cerrar. Entre ellas la desconfianza hacia la clase política y el propio régimen, sin descartar al poder judicial, que no ha podido zafarse de una responsabilidad convertida en una trampa.
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