Opinión

El aula de estrategia

Imaginemos por un momento que volvemos a la escuela, que decidimos cursar un master abreviado de estrategia para iniciados. En el ropero de la entrada dejamos los conceptos morales que todos tenemos como individuos. Vamos a intentar aprender cómo tendríamos que defender internacionalmente nuestros intereses nacionales para lo que, inevitablemente, tendremos que revestirnos con una cierta capa de cinismo maquiavélico. Oigamos lo que nos tiene que decir nuestro imaginado profesor, que en todo esto de la estrategia práctica hay pocos doctores y aún menos Maestros. La primera pregunta que se nos hace es: ¿qué hay que determinar antes de intervenir militarmente en un país? La respuesta surge fácil –aparentemente– tras un pequeño debate: hay que fijar un objetivo final claro y alcanzable. Segunda pregunta: y si el precio que empezamos a pagar (en sangre y tesoro) sube con el tiempo demasiado ¿qué podemos hacer? Tras repasar la actuación de las muchas naciones que se han encontrado en esta tesitura, vemos que han reaccionado escalando el objetivo. Por ejemplo: la 1ª Guerra mundial empezó exigiendo a Serbia que entregara un magnicida; pero cuando los muertos empezaron a contarse por millones, aquello, claramente, no era suficiente.

Hacemos un descanso antes de la tercera cuestión para reponernos de la impresión que nos ha causado empezar a comprender que los errores en la materia que estamos estudiando suelen tener trágicas consecuencias. Tercera pregunta: ¿y qué haremos si nos hemos hartado y queremos salirnos –como sea– de la pesadilla de una intervención que empieza a ir mal? De repente alguien en la última fila grita «Trump, Siria, Afganistán» pero otro contesta con un ¡acuérdate tambien de Obama! El profesor intenta calmar los ánimos y nos dice que si se alcanza esta situación, lo que suele hacerse es inventarse sobre la marcha un objetivo final menos ambicioso obviando todo lo que se dijo al comienzo de la intervención militar. La cuarta y última pregunta del curso es: entonces ¿cuánto debe durar una intervención armada, eso que los antiguos conocían como guerra? La respuesta a que nos conduce nuestro coloquio es: si tiene éxito la intervención, la presencia militar –eso si a menor nivel– debe prolongarse durante largos años para seguir ejerciendo una disuasión que evite tener que repetir el ciclo de enfrentamientos pues, desgraciadamente, el odio en el corazón humano suele perdurar más que la paciencia militar. Si al contrario no se ha logrado alcanzar el objetivo inicial, ya hemos determinado que suele rebajarse dialécticamente lo que se pretendía y se hacen las maletas cuando el precio se vuelve insoportable. Como los debates tras los que hemos alcanzado estas conclusiones nos han dejado moralmente exhaustos, el profesor pide que alguien resuma en una sola frase todo lo tratado. Un alumno aventajado dice: las guerras se parecen al infierno en que es más fácil entrar que salir de ellas. El profesor recuerda al alumno que es mejor llamarlas «intervención armada» que «guerra» e incluso todavía más correcto es denominarlas «operaciones de paz». Pero como el lema está muy bien, se aprueba por unanimidad.

Pasando ahora del aula teórica a las atormentadas tierras sirias, hay que recordar que la administración Obama no hizo nada cuando al comienzo de la Primavera árabe –año 2010– empezaron los primeros levantamientos populares exigiendo algo de libertad. Luego vino aquello de la «raya roja» si el Sr. Assad se atrevía a utilizar gases contra la población civil ¡Y vaya si los utilizo! La raya quedo como un doloroso recuerdo de que no se debe amenazar si no hay voluntad de actuar y estar dispuesto a pagar el correspondiente precio. En Siria e Irak, más tarde, la administración Trump al parecer encontró un objetivo alcanzable: destruir al Daesh, el más espantoso de entre los muchos diabólicos actores que actúan en Oriente Medio. El modo para lograrlo fue que los kurdos pusieran las imprescindibles «botas sobre el terreno» mientras los norteamericanos organizaban una coalición –de nada menos que 79 socios– que aportaba los medios aéreos de apoyo de fuego, reconocimiento y transporte. A los kurdos –que han tenido unas 11000 bajas en este conflicto para neutralizar al Daesh– le ayudaba en Siria una pequeña fuerza de unos 1000 efectivos de operaciones especiales norteamericanos y unos simbólicos contingentes franceses y británicos. Con este pequeño esfuerzo, EE UU conseguía mantenerse como interlocutores sobre el futuro de Siria mientras congelaba las ganancias estratégicas de Irán y Rusia. Siguiendo a Fouché podríamos decir que accediendo a la petición del presidente turco Erdogan de invadir el nordeste de Siria y retirar el contingente norteamericano de interposición, el Sr. Trump no solo ha cometido el crimen moral de traicionar a los kurdos – el único aliado local fiable que tenía– sino el error de reforzar el inaceptable régimen del presidente Assad. A la vez que favorece la expansión iraní hacia el Mediterráneo. Mientras los rusos, bajo la hábil y decidida mano del Sr. Putin, están a punto de lograr sustituir a los norteamericanos como poder moderador de lo que pase en Oriente Medio.

Quizás el Sr. Trump tendría que asistir a las clases de las que hablábamos al principio, pero no para adquirir conceptos éticos que esos poco se utilizan en las relaciones internacionales. Tampoco para aumentar su cinismo, que de esto anda bien dotado. Simplemente para no errar estratégicamente tanto como está haciéndolo últimamente.