Opinión

¿Qué voto?

H ace unos meses escribimos algo sobre votar, ejercicio que va camino de convertirse en «el deporte nacional» no por excelencia sino por reiteración. Algo que los españoles hacían con mayor o menor entusiasmo (hasta doce veces entre 1977 y 2015), empieza a provocar cansancio (cuatro convocatorias en cuatro años y las dos últimas en menos de siete meses). Si sumamos europeas, autonómicas y municipales llegamos al record mundial. No es extraño el hastío evidente, traducido en el peligro de elevada abstención; aunque, a última hora se vaya al colegio electoral, simplemente por miedo a que ganen los «otros», o al dictado del CIS.

Llegados a este punto, y antes de claudicar, taparse las narices para acercarse a las urnas, o no votar, la pregunta que se repiten miles y miles de españoles es ¿qué voto? La respuesta a tal interrogante parece obvia: lo que quiera dentro del muestrario de ofertas presentadas. ¿Seguro? Un voto en una democracia, digna de este nombre, es un contrato entre el votante y el votado, entre el elector y el elegido, cuyo texto es el programa electoral. ¿Se cumple este compromiso? En mayor medida de lo deseable, no.

Ya dijo aquel «santo laico», ejemplo de virtudes democráticas, que las promesas electorales se hacen para no cumplirlas, y no lo manifestaba como denuncia para promover un movimiento reformador. Lo hacía a título de simple advertencia frívola, porque él formaba parte de la obra y se acogía a sus beneficios. Latía bajo tal ocurrencia una especie de justificación, como si el fraude fuera algo irremediable.

Tan obscena falta de respeto del candidato a sus electores se traduce, obviamente, en que por unos u otros motivos «sobrevenidos», el votante no sabe qué ha votado, en realidad. Las posteriores negociaciones, o no, abren la puerta a posibilidades más o menos alejadas de la voluntad del votante; o al estancamiento institucional. La negociación se presenta como una necesidad y la no transacción como muestra de firmeza. Consideremos que los resultados de la «voluntad nacional» repitan el escenario de negociación o parálisis. Bueno sería que cada candidato (no digo partido porque el protagonismo corresponde al jefe) señalara en su programa, con toda claridad, qué y con quién o quiénes va a negociar, o no. Lo digo para que cada uno sepa lo que vota realmente. Disculpen la aparente ingenuidad que supone pedir a nuestros políticos, (al menos a casi todos), que no acaben engañando a muchos de sus votantes. Aunque éstos lo acepten como si fuera un mal menor, y, a la siguiente ocasión, votan otra vez al mismo individuo, porque es de los «nuestros».

A la vista de que, más allá de la retórica electoralista, a muchos nos resulta difícil saber con certeza qué votamos, podríamos cambiar la pregunta y formularla ad personam: ¿A quién voto? El riesgo vendría a ser el mismo y dada la brillantez, coherencia, estatura política y, en general, los enormes méritos de los políticos que aspiran a gobernarnos, sería menos hiriente no entrar en cuestiones personales. Eso sí, no olvidemos que son los que llevan tantos y tantos meses demostrando su incapacidad.

Mientras, el panorama económico con su negativo corolario socio-laboral se oscurece, por decirlo finamente. Cortesía que exige nuestra democracia, respecto a lo que está sucediendo en Cataluña y que según el Gobierno impide que se pueda hacer nada contra el «señor» Torra. Tal y como declara la sra. Calvo. Parece que la democracia deba ser débil frente a quienes pisotean los derechos de los demás, coartan la libertad y la seguridad de los ciudadanos que obedecen la ley, y de paso destruyen cuanto se les antoja. Surge así otra pregunta, tan perturbadora como el convencimiento de que, con estas cosas, convertimos la esencia de la democracia en una ópera bufa y la Constitución en papel plegable.

Esto nos llevaría a indagar por el motivo de la falta de autoridad moral de nuestros políticos, para no hacer cumplir la ley en determinadas circunstancias. Acaso no se deba solamente a la posible realización de pactos postelectorales, hasta con algunos de los condenados por sedición. Creo que incluso más que la ambición de poder a cualquier precio, aunque unida a ella, en el fondo de ese comportamiento está la cobardía. Acaso no se pueda proceder de otra manera a partir de la corrupción que acaba dominando la vida pública española.

No se trata únicamente de las prácticas ligadas a negocios escandalosos, de los que cada día tenemos noticia. Es algo infinitamente más grave. Todo modelo, incluida la democracia y el capitalismo liberal, conjugados como sistema, sufren un grado de entropía difícilmente evitable. Pero lo peor viene de la autodeslegitimación inherente a la subversión de sus fundamentos, a lo que contribuyen unas prácticas electorales que separan la España oficial de la España real. ¿Cuántos españoles relacionan hoy el bien común con la política? y ¿la letra de la Constitución con su aplicación práctica? Me temo que cada vez menos. Pues ese, en parte al menos, es el reflejo de la asimetría entre lo que se vota y lo que se cumple.