Opinión

Los deseos y la realidad

La situación política de España resulta, cuando menos, preocupante para la mayoría de los españoles. Acabo de leer la Crónica de un año perdido de Francesc de Carreras, relato lúcido de lo acaecido en los últimos meses, a partir de la destructiva moción de censura que terminó con el gobierno Rajoy, abriendo un proceso indeseable, plagado de errores e irregularidades. De inmediato me vino a la memoria otro libro, el de Eduardo de Guzmán: «1930, Historia política de un año decisivo», publicado hace más de nueve lustros. Obviamente hay enormes diferencias entre las situaciones recogidas en ambas obras pero, evitando cualquier anacronismo, ofrecen la posibilidad de alguna reflexión no desdeñable.

En la circunstancia por la que atravesamos, a la vista de una posible investidura del candidato a la presidencia del Gobierno, en cuya negociación se ha llegado a los límites del más completo descrédito institucional, se esperaba con particular interés el mensaje navideño de S.M. Su alocución animándonos a la confianza en nosotros mismos y en el Estado, así como las reiteradas invocaciones a la Constitución han sido una llamada contra el pesimismo. Para ello realizó una muy positiva valoración de España, sus posibilidades y logros y las virtudes de los españoles. Tanto que, en algún momento, llegó a parecer que nos iba a recordar la obligación doceañista de ser justos y benéficos.

A poco que se escuche o lea el discurso con alguna atención se advierten, explícitos o implícitos, ecos de diferentes pasajes «orteguianos». Entre los primeros estaría la alusión a la necesidad de pensar en grande, como requisito para ganar un futuro mejor. Esa afirmación inserta en la repetida sentencia de don José «solo cabe progresar cuando se piensa en grande», completada con «solo es posible avanzar cuando se mira lejos». Dos recomendaciones eficaces contra el aldeanismo pero que, por lo visto, no se emplean suficientemente. Somos un gran país que solo puede mantenerse desde la unidad; que hemos hecho entre todos, también los que nos precedieron.

Felipe VI pasó revista a muchos de los asuntos económicos y sociales que mayor preocupación suscitan dentro y fuera de nuestras fronteras. Entre ellos, el paro juvenil y el aumento de la desigualdad, consecuencias de una crisis mal gestionada en lo social. A la par ha enunciado cuestiones científico técnicas, y medioambientales de gran repercusión de presente y de futuro. Sin embargo, en lo concerniente a la deriva político institucional, apenas mencionó un par de referencias a Cataluña como problema, al tiempo que resaltaba las garantías que nos ofrecen las instituciones democráticas. Todo ello advirtiendo de los enormes desafíos de un mundo nuevo en acelerada transformación. Así, el discurso más allá de su propósito tranquilizador, pudo parecer una pieza oratoria multiuso y un tanto intemporal.

Las reacciones a las palabras del Rey han sido tan diversas y encontradas como las diferencias existentes en la sociedad. Su invitación a la concordia y a la unión para abordar grandes proyectos se apoyó en principios y valores irrenunciables: solidaridad, igualdad y libertad, amparados en la Constitución de 1978 y, como no, en los importantes logros alcanzados desde la implantación de la monarquía democrática. Lo malo es que los valores y principios aludidos han degenerado de forma alarmante y que el rencor, el odio y las barreras entre los españoles están ahí. El Estado se debilita cada día, demostrando su incapacidad para garantizar la solidaridad, acaso imposible de exigir, pero tampoco la igualdad y la libertad en todo el territorio nacional.

El Rey expuso un catálogo de buenas intenciones e hizo gala de su afán y compromiso personal e institucional, quizás lo único no cuestionable a estas alturas en el panorama político español. Remarcó, una vez más, la decisión de cumplir escrupulosamente sus funciones constitucionales. Pero a la Corona se le exige mucho más, justificar cada día su legitimidad impulsando la vida nacional. Aunque no se correspondan demandas y atribuciones. Tiene razón el monarca cuando habla de la dificultad de los tiempos. Posiblemente no ha habido una etapa más complicada en la historia de la monarquía borbónica que el reinado de Carlos IV.

El Rey aludió a la España vital, que sin duda existe. Una nación que se ve hoy acosada por un conjunto de políticos, cuya audacia y ambición degrada y utiliza las instituciones para apoderarse de ella. Hay una realidad atractiva y otra desagradable que no conviene disimular. Sobre ellas un Estado, que da señales de debilidad, alienta a sus detractores y aturde a quienes esperan que cumpla su cometido. S.M., lo sabe.