Opinión

Creyentes, crédulos, cómplices

A pesar del aparente auge de la incredulidad manifestado en la frase, cada vez más frecuente, «yo ya no creo en nada», tal declaración vendría a expresar la constatación de otra forma de creer. Los españoles, históricamente, hemos hecho mayores alardes de creer, y de no creer, que de pensar. Bien fuera por considerar la creencia superior a la ciencia; y la fe a la razón; ya en conflicto entra ambas, o por buscar la concordia en su complementariedad. Tal vez se deba simplemente a que, en la mayoría de los casos, creer remite a una actitud mental menos rigurosa, con mayor tolerancia a la inconsciencia. Ya apuntaba Poincaré que instalarnos en las creencias nos evita reflexionar. Con todo, ahora toca declararse «no creyente». Acaso porque, entre otras cosas, pensar exige además una cierta preparación y tiempo. La primera de estas condiciones un tanto ajena a los postulados de nuestro sistema educativo y el último un bien cada vez más escaso.

Admitamos que, de unos años a esta parte, las creencias han evolucionado en múltiples aspectos y que las de carácter religioso han cedido notable espacio a otras de diferente naturaleza. Aunque, como señalaba Ronstand, «cuanto menos se crea en Dios, más se comprende que otros crean». En cualquier caso, simultáneamente, se ha ido acentuando el voluntarismo que la creencia supone, al hilo de las impresiones sensibles, y el afán de satisfacer tranquilamente nuestras emociones. La crítica de Rougemont a la sociedad de hace un siglo continua vigente: «La mayoría de los humanos –decía en los compases iniciales del Novecientos- anda hoy en día en busca de directores de inconsciencia». Podríamos añadir y los que encuentra tienden a acentuarla, y a aprovecharse de ella, no a corregirla. No se cree menos ahora. Se cree en las cosas más diversas y con mayor facilidad. Más que creyentes hemos degenerado en crédulos; eso sí con la misma contumacia y aún mayor intransigencia.

Veamos, por ejemplo, lo que sucede en lo concerniente a la política. La mayor parte de la sociedad española considera a nuestros políticos, no sin razón, muy negativamente, y condena su incapacidad para llevar a cabo sus funciones. Escribía Morayta que los políticos del siglo XIX en nuestro país, no necesitaban extraordinarios talentos, bastaba con que fuesen íntegros, resueltos y de carácter inflexible; condiciones éstas –añadía– las más necesarias para un hombre político. Menos lo de la ausencia de talentos, el resto de los rasgos resulta difícil apreciarlos en sus colegas del XXI.

Su acción de gobierno se dirige a conformar una sociedad dividida y enfrentada por motivos intrascendentes o inventados; politizada «ad nauseam» mediante una propaganda incuestionada y el adoctrinamiento escolar. Sometida a un proceso de «deseducación» permanente. Una sociedad débil, manipulada y sumisa, fácilmente controlable, que acepta todo, sin exigir una POLÍTICA capaz de corregir los graves problemas que nos afectan como el aterrador paro juvenil, con la paradoja que representa una «esperanza» de vida cada vez mayor y un horizonte vital pautado en unidades semanales, de viernes a viernes; y la injusticia que supone para muchos de esos jóvenes no poder acceder a una vivienda; o el peligro de colapso del sistema de pensiones, … etc.

A pesar de tan obvias deficiencias, de la falta de proyectos esperanzadores y de los resultados negativos de sus prácticas, traducidas en amenazantes postulados para la convivencia de los ciudadanos en libertad, una parte amplia de la población se niega, ahí sí, a creer lo que sucede. Está claro y lo advertía el poeta asturiano Ángel González que la fe más meritoria consiste en no creer en lo evidente. Nada importa tampoco que se llegue a proclamar la guerra a España desde dentro de algunas de sus principales instituciones entre la audacia creciente de unos y la ambición de otros, que eluden su obligación de impedirlo. Como «justificación» se esgrime el carácter supuestamente irreversible de determinadas cuestiones. Basta con hacer creer que se actúa así por necesidad. Acertaba Kafka advirtiendo que, de este modo, la mentira se convierte en el orden universal.

Pese a todo, aumenta el número de creyentes existidos en creencias impensadas; crédulos de fe acomodada; y cómplices, por irresponsabilidad manifiesta. ¿Qué dirían hoy ante este panorama, dos personajes, don Benito y don Miguel, traídos a la actualidad por diferentes motivos? Galdós sin ver, en sus últimos años, la España amenazada, por la que tanto había trabajado; ni su muerte caminada (consuelo impuesto por la ceguera), pero sintiendo en el alma dolor por ambas. Seguramente titularía este episodio «La quiebra nacional». Unamuno poliédrico y valiente hasta donde puede serlo, e imprevisible siempre en tantas cosas, tengo la certeza de que no gritaría «¡Que piensen ellos!»