Opinión

750.000 millones

Los dirigentes occidentales empiezan a desesperarse por la situación de las economías estadounidense y europea a raíz del estallido del coronavirus. El hundimiento de los mercados bursátiles anticipa un brutal colapso que, según las distintas casas de análisis internacionales, podría oscilar entre el 25% y el 30% del PIB durante el segundo trimestre de este ejercicio y, por consiguiente, costar varios centenares de miles de empleos sólo en España. La esperanza, claro está, es que, una vez derrotemos a la pandemia, la recuperación sea igualmente rápida conforme la actividad se vaya reanudando.

Pero, de momento, la economía sigue paralizada y los gobernantes, cuya popularidad depende de la marcha de esta última, entran en pánico. De ahí que a lo largo y ancho del planeta hayan comenzado a tomar medidas de estímulo con la esperanza de calmar las expectativas derrotistas de los inversores. Una de las políticas más llamativas de las adoptadas esta semana ha sido el sorpresivo anuncio del Banco Central Europeo de que piensa adquirir a lo largo de los próximos meses, y hasta que concluya 2020, activos financieros por importe de 750.000 millones de euros. En teoría, el propósito principal de estas compras es el de inyectar liquidez dentro del sistema financiero europeo para que éste, a su vez, pueda proporcionar financiación al tejido empresarial mientras se halla paralizado. Pero, en realidad, el propósito principal es otro.

Durante los últimos días, los gobiernos nacionales de la eurozona han ido anunciando planes fiscales muy onerosos para sus finanzas públicas: en el caso de España, por ejemplo, el Gobierno de Sánchez ha comprometido un monto de hasta 200.000 millones de euros (alrededor del 16% del PIB nacional). Es verdad que más del 90% de esos importes son meramente aplazamientos de pagos (sólo 17.000 millones de euros implican transferencias al sector privado con cargo a la emisión de deuda), pero no es menos cierto que, si la crisis sanitaria se alarga, hay 100.000 millones de euros en avales que el Estado sí tendría que desembolsar. De ahí que los inversores en deuda pública se comenzaran a poner nerviosos con la posible insolvencia de determinados gobiernos altamente endeudados. Por ejemplo, con los de Italia y España.

Así, si el 3 de marzo el tipo de interés del bono a diez años de Italia se ubicaba en el 0,99%, el 18 de marzo (la jornada anterior al anuncio del BCE), éste había aumentado hasta el 2,44%, y un día después, gracias al anuncio del BCE, descendió hasta el 1,72%. Lo mismo con España: el 10 de marzo su deuda apenas exhibía un rendimiento del 0,23%, el 18 de marzo uno del 1,24% y al día siguiente, tras el BCE, uno del 0,84%. Es decir, el banco central, al comunicar a los mercados que va a comenzar a adquirir deuda pública, ha conseguido abaratar el coste de financiación de unos gobiernos nacionales que pretenden ampliar la escala de sus operaciones fiscales. Pero, ¿por qué las políticas del BCE han surtido semejante efecto? Porque, en última instancia, detrás del euro se encuentra la solvencia de Alemania y, por consiguiente, monetizar la deuda pública española o italiana equivale a darle un espaldarazo teutón.

La coyuntura, empero, debería recordarnos lo fundamentales que son las políticas de austeridad para mantener nuestra solvencia en tiempos de crisis. Si nuestro gobierno hubiese ajustado su presupuesto durante los últimos años y, en consecuencia, hubiese reducido su deuda pública, hoy no necesitaría de la ayuda de Alemania para poder resistir esta devastadora pandemia sanitaria y económica.