Opinión
Una gestión muy mejorable
La reciente, y creciente, afición que Pedro Sánchez demuestra por las comparecencia televisivas resulta inquietante de por sí. También es un síntoma de cuál ha sido la gestión de la crisis que venimos padeciendo desde hace ya varias semanas. Sánchez tiene razón, por lo menos en parte, cuando afirma que muchos de los que ahora ponen el grito en el cielo no supieron ver, al igual que le ha ocurrido a él, la dimensión del asunto. Ahora bien, por muy fácil que resulte la crítica a posteriori, conviene recordar que al asumir la Presidencia del Gobierno se asumen todas
–todas– las responsabilidades que trae el cargo. No se es presidente para hacerse fotografiar en un Falcon en mangas de camisa y con gafas oscuras. Se es presidente para anticipar, en la medida de lo posible, situaciones como la que estamos viviendo. Además, había realidades que permitían comprender lo que se venía encima: la propia epidemia en China, de la que los europeos se creyeron a salvo durante por lo menos dos meses, las advertencias de la OMS, los consejos médicos y, si se apura, el simple sentido común. Hasta la segunda semana de marzo, el Gobierno y su presidente vivieron en la denegación sistemática de la seriedad de lo que podía venir. Y no lo hicieron solo por razones de puro oportunismo, como en la obra de Ibsen. Lo hicieron porque antepusieron a cualquier otra consideración una agenda ideológica, la del feminismo rabioso, en el que han querido embarcar a toda la sociedad española. En cuanto se empiecen a vislumbrar los primeros cambios, Sánchez habrá de cambiar algunas figuras ministeriales y vicepresidenciales. Sería una forma de indicar que la obsesión ideológica ha dejado paso a un poco de sensatez. (No ocurrirá tal cosa, no hay la menor esperanza. En cuanto pase la marea volveremos a la ideología).
Después de comprender que era imposible seguir ocultando la realidad, los problemas han surgido a consecuencia de un gobierno mal articulado con celos dignos de influencers, que parece ser el modelo comunicativo y político de nuestro progresismo postmoderno. Un gobierno sin liderazgo. La incapacidad de Sánchez para imponerse quedó clara el 14 de marzo, cuando hizo esperar siete horas a un país en vilo a la espera de las decisiones tomadas y de unas palabras de confianza y de aliento. Lo importante, pese a todo, era la apariencia de unidad del progresismo. Quedará entre los momentos inolvidables de esta crisis, de los que han definido para siempre todo un carácter, aparte de una forma de hacer política. También ha quedado retratado, y de qué manera, Pablo Iglesias, de la pasta de aquellos izquierdistas republicanos de los que decía Azaña, en plena guerra, que solo pensaban en sacar ventaja el día de la victoria…
Finalmente, otro de los elementos que contribuyen a explicar lo que aparece como una gestión muy mejorable es la recentralización de las competencias en Sanidad. De un día para otro, un ministerio prácticamente simbólico asume funciones que no sabe cómo realizar, para las que seguramente no tiene personal preparado ni experiencia. Esto también debía haber sido previsto, y en este caso no era difícil hacerlo. Con sistematizar la coordinación con las comunidades autónomas y confiar en todas ellas, incluidas las que no están gobernadas por fuerzas progresistas, tal vez se podrían haber facilitado muchas cosas y el Gobierno central no hubiera tenido que ir a rastras de los gobiernos autónomos. En fin, Pedro Sánchez se consolará con sus comparecencias diarias, hinchadas de trivialidades que no sirven a nadie ni a nada.
De influencer a aspirante a caudillo.
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