Opinión

Segunda estación

Llevamos más de tres meses desde que el COV-19 llegara a nuestros lares y casi dos desde que el país entrara en convulsión por sus efectos. En este tiempo hemos recorrido, entre el asombro y el vértigo, el largo camino descrito por el Dr. Simón «el montañero». A la escalada para llegar al pico, doblar la curva y aplanarla sigue ahora la desescalada, con un trazado más confuso aún que el de la subida. Se han quedado en el trayecto unos 25.000 muertos, según datos del Gobierno, que informaciones más fiables estiman en cerca de 40.000 e incluso más. La inmensa mayoría de los españoles hemos contribuido, conjuntamente, con casi seis millones y medio de años de confinamiento, cifra impresionante que resulta de multiplicar 50 días por 47 millones de recluidos.

A pesar del marasmo producido por la desinformación interesada, algo resulta indiscutible a estas alturas, la gestión de la crisis sanitaria en España ha sido la peor de cuantas se han llevado a cabo en el mundo. Un «éxito» reconocido universalmente. No es de extrañar, pues algunos ministros han manifestado su creencia en que la democracia, su particular concepto de democracia, era la panacea, o cuando menos la profilaxis, contra el coronavirus. Ni el presidente, ni el casi presidente, han seguido con atención las pautas de Durkheim cuando señalaba que «el deber de un hombre de Estado no es el de empujar violentamente a las sociedades hacia un ideal que parezca seductor; su papel es el de un médico que previene la eclosión de las enfermedades y cuando se han declarado, trata de curarlas».

Sin embargo, ese mismo Gobierno, reacio a la aplicación de pruebas para detectar el coronavirus, nos ha sometido a un test general de docilidad. Ha empleado para ello un instrumento relativamente barato y de fácil aplicación, el B.O.E. Los resultados han superado las expectativas, la mayoría de la población ha dado positivo, llegando a detectarse en muchos casos un grado de sumisión elevadísimo. Atrapados durante semanas en un tiempo sin tiempo y reducidos a un espacio microcósmico y discontinuo, sobre el fondo de una ficción alejada de cualquier realidad, hemos pagado ya un elevado tributo en términos de libertad y pérdida de derechos fundamentales.

Más grave aún han reaparecido amenazas, que creíamos superadas para siempre, cuando se ha intentado legitimar la protección del Estado a los más «fuertes», a costa de los más «débiles». Una perversión proyectada en la condena a muerte de los mayores. Lo peor es que algunos creyeron que esto era lo conveniente. Recordé entonces las palabras de Ana Frank sobre la responsabilidad del hombre de la calle en las grandes tragedias. En esta ocasión, al lado de conductas ejemplares, la crisis nos ha puesto frente a nuestra cobardía. No hemos tenido el valor suficiente para llamar a las cosas por su nombre.

Mientras el quebranto económico, derivado del confinamiento, ha añadido un nuevo factor al proceso; el miedo al hambre que, en su pugna con el miedo a la enfermedad, ayudó a «mejorar» la estadística de la pandemia. Pero ha dado paso a una segunda etapa enormemente difícil, para volver a la «nueva normalidad». En cuanto al gran problema de la economía, una de las cuestiones que suscita mayor preocupación es la siguiente: ¿será capaz un gobierno que no ha sabido proveer ni siquiera de mascarillas y test a los ciudadanos y sanitarios, de llevar al país a superar tal desafío? La respuesta parece obvia, aunque aquí se cree que, siendo progre o pseudo progre y de izquierdas, se puede hacer todo, incluido el papel de reina madre o de vicepresidenta. Hasta el momento las medidas anunciadas en este campo, tampoco han producido los efectos esperados. La actitud demostrada por la UE aumenta la incertidumbre.

Estamos ante una emergencia nacional con ramificaciones internacionales. Son muchos los que se preguntan ¿qué va a pasar? y una vez más, como escribía Julián Marías, «pocos se preguntan ¿qué vamos a hacer» La respuesta la apuntaba Ortega cuando afirmaba que «con España solo podrá hacer grandes cosas –como ahora necesitamos– el que sepa mantenerla unida y con orden». Esa tarea corresponde hoy a un sujeto colectivo: los españoles. Es urgente tomar conciencia de la propuesta de Caro Baroja, «… recuperar la idea de España, la imagen de España, desenfocada y adulterada por la torpeza de políticos y estadistas recientes …». No será fácil, pero quizá el espíritu del 212 Dos de Mayo, que hoy se cumple, nos ayudaría a abordar lo que a algunos les parecerá imposible. Y a avanzar en esta segunda etapa del largo itinerario que hemos de recorrer, para bien o para mal. De nosotros depende.