Opinión

La generación de Elisa

Como siempre cabe alguna excepción hoy no escribiré sobre política. Después de 29 años gastando unos cuantos pares de zapatos pateándome el Congreso de los Diputados, La Moncloa, las instituciones europeas en Bruselas y esos centros de decisión que son las sedes de los grandes partidos nacionales, ya he tenido oportunidad de vivir de cerca lo más admirable de la condición humana en políticos honestos, pero también cosas abyectas que harían vomitar a una cabra. Lo mejor pero también lo peor en responsables públicos de todas las ideologías. Tal vez por ello y dado que el coronavirus ha terminado por distorsionarnos a todos nuestra anterior escala de valores, siempre hay alguna que otra «primera vez» en la que el cuerpo te pide hablar de cosas y de personas ajenas a los devaneos del juego político.

La pandemia se está llevando por delante muchas cosas, pero sobre todo la dignidad y casi diría el respeto hacia toda una generación. La de nuestros padres y abuelos, la generación de Elisa –mi tía Elisa– que como otros muchos octogenarios nos ha sido arrebatada por el Covid-19, sin la presencia de sus hijos, sus nietos y el resto de seres queridos que no pudieron acompañarla en su lecho hospitalario para cogerle la mano, para acariciarla y para poder despedirse de ella como correspondía y hubieran deseado. Después llegaba la frialdad de unos tramites administrativos y una urna con cenizas. Punto final.

Es con esta generación con la que probablemente más en deuda se encuentra una sociedad como la nuestra. Ellos fueron la primera clase trabajadora de nuestra historia que rompió las barreras para dar estudios universitarios a sus hijos. Ellos emigraron desde un ámbito rural huérfano de futuro para, primero trabajar, después trabajar y a continuación seguir trabajando en la industria textil catalana, en la mina de carbón asturiana, en las antiguas Standard, Perkins y Pegaso o rompiéndose el lomo día y noche a destajo en el sector de la construcción. Ellos no viajaban al extranjero en vacaciones, ni cenaban fuera de casa los fines de semana, ni disfrutaron de libertades sexuales, culturales o asociativas. Ellos en muchos casos ni siquiera llegaron a ver el mar hasta la llegada de aquellos viajes del «INSERSO». Ellos estaban en definitiva demasiado ocupados en buscarnos una vida mejor que la suya. Ocupados en luchar desde la negrura de la dictadura, cada cual con sus posibilidades en la fábrica, en la oficina, en la parroquia del cura «raro» del barrio o en el campo, para brindarnos una existencia más digna, más libre y más abierta en la que pudiéramos elegir con auténtico criterio cualquiera de los muchos tonos existentes entre el azul y el rojo. Esta pandemia ha multiplicado nuestra deuda con una generación que tiene plata en el cabello pero oro en el corazón. Hay realidades que siempre estarán ahí, como el hecho de que tras cada uno de los éxitos en mi carrera, siempre estuvieron las oraciones de mi madre y la determinación de mi padre. Elisa, no nos vamos a olvidar. No os merecíais un final como este.