Opinión
Un nuevo mundo
En los últimos meses se repite mucho el viejo anuncio de la entrada en un nuevo mundo. Los cambios extraordinariamente llamativos, producidos en las recientes décadas han modificado, de modo sustancial, la vida de la humanidad. Pero la revolución provocada en el ámbito científico-técnico, económico, social, cultural, … etc., a la vez que preocupa al tinglado del poder, escapa por sus excepcionales dimensiones y contradicciones a cualquier teoría comprensiva, sustituida por un rosario de «post» y «neos» vienen a ser la expresión de la incapacidad, para definir la realidad. Vemos cómo la asimetría derivada de la globalización, posibilitada por varias de las nuevas tecnologías, nos sitúa ante problemas de alcance planetario, con estructuras políticas inadecuadas para responder a tales desafíos.
La percepción del nuevo mundo se intensifica tanto por los síntomas del colapso del anterior, como por el auge creciente de los instrumentos que le harán posible. Las aportaciones del conocimiento en los campos de la informática, la robótica, la biomedicina, la genética, la nanotecnología, el Big Data, la inteligencia artificial, …, combinados de una u otra forma, apuntan a una existencia que desborda la imaginación. Su impulso nos proyecta a un espacio-tiempo diferente, a un continuus que puede eliminar el discurso historiográfico anterior. Genera además un lenguaje distinto, casi onomatopéyico y predominantemente visual, que determina otro modo de comunicarnos y relacionarnos.
La historia de la Humanidad es el relato de la esencial inclinación del hombre hacia la novedad y, paradójicamente, su resistencia simultánea a cualquier mudanza. En esta dialéctica nos encontramos, frente a un reto superior a cualquiera de los precedentes. Por primera vez asoma una transformación que no se conforma con la disposición, más o menos inédita, de las cosas antiguas. Un universo cuyo protagonista, libreto y escenario serán radicalmente nuevos. La magnitud de las novedades acarrea tales consecuencias, que su análisis resulta difícil de realizar y deriva al ámbito de lo emocional, con el optimismo o el pesimismo como colofón. Ambos vienen a ser el resultado de conjugar lo que podemos objetivar y lo que apenas llegamos a intuir. Quedan en el aire más preguntas que respuestas ante las posibilidades sugeridas por el sentido de los cambios.
Sin embargo, en ese horizonte toman cuerpo algunas certezas, entre ellas la premonición maquiavélica de que ese mundo se dividirá, más que nunca, entre los que saben y los que no saben. Donde las diferencias, cuantitativas y cualitativas, de ambos grupos serán insalvables. Los primeros tendrán el poder y los segundos serán simples comparsas. Avisaba Ortega que el ser humano está siempre en peligro de deshumanización; principalmente, añadiríamos, cuando el hombre renuncia al control de su existencia.
Ahí andábamos al momento en que la pandemia, del COVID-19, nos ha puesto de relieve el fracaso de las instituciones políticas-sanitarias y científicas, en diferente grado. En España, el precio por la ineficiencia e ineptitud de los responsables ha alcanzado niveles aterradores, por muchos esfuerzos que se hagan para disimularlo. Hemos soportado, además, una preocupante experiencia política. Llevamos más de dos meses de reclusión severa con cierta relajación, solo desde hace pocos días, en lo que se ha dado en llamar la «desescalada».
A golpe de decreto, con el BOE cual espada de Damocles sobre los ciudadanos, en «estado de alarma», que tiende a perpetuarse, se ha impuesto una obediencia pastueña, sin importar si lo ordenado hace referencia a la lucha contra la enfermedad, o a otros asuntos, de trascendental importancia, que nada tienen que ver con los «partes de operaciones» del binomio Simón-Illa. Aislados, atemorizados por el virus o por la amenaza del desempleo; desorientados; marginados de cualquier decisión que suspende o amenaza con eliminar nuestros derechos, hemos soportado un juego de utilización farisaica de las instituciones democráticas. Hemos cedido parcelas de libertad cuya recuperación resultará difícil, según demuestra la experiencia histórica.
Se ha tratado de imponer por todos los medios, nunca mejor dicho, la doctrina oficial, como si fuera la única legítima. Se ha «sacralizado» la democracia, para hurtarla a la crítica racional. No han tenido en cuenta, o sí, que como advertía Silone ese camino es el propio de las dictaduras, donde la gente recita en lugar de pensar. No es el único motivo de preocupación, pues la amenaza de deshumanización se ha hecho patente también en otros aspectos.
En todo este tiempo han jugado un notable papel, alguno de los instrumentos que posibilitan un mundo nuevo, pero mostrando luces y sombras en su aplicación. Ha llegado la hora de buscar en un renacimiento espiritual lo mejor de los seres humanos, como la palanca más segura para seguir protagonizando, al menos, el paso a ese trampantojo llamado la «nueva normalidad».
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