Opinión
De nuevo, la muerte
Debía ser 1977, cursaba primero de Derecho y supe de la intervención en Madrid de Maurice Duverger, jurista y politólogo francés. El atractivo de Duverger era lógico: recién dejado el bachiller y ya universitario, era toda una novedad conocer al autor del libro que seguíamos en Derecho Político. No fui, pero algún asistente me comentó esa intervención. No recuerdo de que habló, sí que según ese asistente se le preguntó por el aborto: empezaba ya el runrún de su despenalización y eso que aún no había divorcio. Duverger lo aceptaba, no así la eutanasia. Vino a decir que rechazaba la eutanasia porque implicaba la muerte de una persona hecha y derecha, visible; en cambio al feto se le abortaba en la opacidad de una clínica.
Deduzco que para aquel erudito jurista la vida no dependía de lo sustancial en ambos, el abortado o eutanasiado son seres humanos, sino de lo accidental: tamaño, forma, peso o visibilidad. Desde esa lógica el feto es «invisible»: no se ve ni se convive con él, salvo la madre que, todo lo más, lo habrá sentido al engendrarlo; y no es poco: es la maternidad. Pero la eutanasia acaba con la vida de quien lleva a sus espaldas una biografía, una familia, amigos; se apaga un rostro, unos recuerdos, puede haber homenajes, incluso el ritual de una despedida aderezado de una impostada paz.
Admito que no falta razón a ese planteamiento y quizás explique la indiferencia con la que se convive con abortorios –que no clínicas– que ejecutan civilizada, cotidiana y silentemente ese holocausto brutal y rentable que es el aborto legal. Sin embargo lo que llevaba a Duverger a rechazar la eutanasia no ha sido cortapisa allá donde rige, por ejemplo, Holanda o Bélgica: por muy visible o por mucha biografía que haya tenido la víctima, se ha cotidianizado acabar con la vida de los vistos como sobrantes. Y deduzco que a Duverger –por lo demás, militante socialista– eso le repugnaba. Y no sólo a él.
Los muertos de la pandemia rondan ya los treinta mil, siempre según datos gubernamentales. Han causado indignación las noticias de ancianos dejados a su suerte en las residencias, y pavor que en los hospitales desbordados se llegase al extremo de elegir a quienes atender y a quienes dejar, en el mejor de los casos, a la suerte de una sedación. Esto ha repugnado porque repugna al sentir natural. Cómo será que hasta el Gobierno reconvino a Cataluña por negar la atención a los mayores de ochenta años. Todo esto escandaliza y debería recordar la realidad de los países con eutanasia legalizada, con un matiz: aquí se trataba de servicios médicos desbordados, allí de médicos ya especializados en causar la muerte, a demanda o a sugerencia.
Pues bien, coincidiendo con esta tragedia la mayoría parlamentaria ha decidido seguir adelante con la ley de la eutanasia. Lo vivido estos meses no lo ha frenado, ni siquiera por respeto a la sensibilidad de un país escandalizado; es más, quizás atisbando una legislatura breve, se acelera el paso no sea que se frustre una operación prioritaria, de ingeniería social, diseñada desde esa cultura de la muerte que inspira al progresismo. Un progresismo que ya apuntaba maneras en su vertiente radical cuando, años antes, no censuró a unos tuiteros que atribuyeron sus malos resultados electorales al exceso de ancianos.
Nuestros periodos progresistas se empeñan en tres señas de identidad: paro, corrupción y muerte. El que finalizó en 1996 acabó con un paro desbocado, anegado en casos de corrupción y una ley de aborto que lleva destruidas unas dos millones de vidas. El que acabó en 2011 lo hizo con una crisis sin precedentes, la manifestación en todo su esplendor de la corrupción andaluza y declarando como derecho que una madre puedan matar al hijo que engendra. Y en esta legislatura coronavírica todo se ha precipitado: en pocos meses los parados aumentan por millones, esperemos los pormenores de la fiscalización de los contratos pandémicos, y la gestión de esta crisis va ligada a que tengamos el mayor índice porcentual de mortandad por coronavirus. Y a tal hecatombe se añadirá, ya de intención, una eutanasia legal que, como el aborto, multiplicará la muerte.
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