Opinión

Cuestión de léxico

Con esto de la epidemia –o de la pandemia, que suena más prosopopéyico– se nos han colado, como de rondón, tantos términos nuevos que, pronto, en las facultades de Filología van a tener que ofrecer grados para que los alumnos puedan descubrir todos los arcanos que se esconden en tan original lenguaje. Sin duda se estudiarán allí los discursos completos de Pedro Sánchez, el gran impulsor de esta lexicografía que invade ahora las páginas del Boletín Oficial del Estado. Tal vez les resulte un tanto aburrido a los seguidores de esa especialidad –porque si hay algo coñazo es precisamente esa publicación que sale casi todos los días con la pretenciosa intención de que los españoles nos entremos de las normas que debemos cumplir–, pero tendrán el premio del empleo entre los redactores de la «nueva normalidad».

Yo, como empiezo a ser un viejo cascarrabias, añoro el lenguaje oficial del pasado, con su excelentísimo señor y su Dios guarde a VE muchos años. Y puestos a la lectura de leyes no me apeo del Estatuto del Vino de 1932, que firmó Don Niceto Alcalá-Zamora y Torres, con su precisa definición: «Se dará el nombre de vino únicamente al líquido resultante de la fermentación alcohólica total o parcial de zumo de las uvas frescas». En esto, el franquismo añadió la ampulosidad del autoritarismo, como en el párrafo de la Ley de creación del INI que asignaba a éste la tarea de «propulsar y financiar, en servicio de la nación, la creación y resurgimiento de nuestras industrias». Pero luego se fue degenerando hasta llegar a lo de hoy. Al BOE empieza a pasarle como al sexo; que con lo del género ya no se sabe qué es lo uno o lo otro. Ahora cualquier gilipollas de tipo principesco –como ese que vino de Bélgica hace unas semanas– se pasea esparciendo virus y no se sabe cuál de los párrafos de la «desescalada» hay que aplicarle, porque con esos decretos que ocupan doce páginas de preámbulo y pocas más de ambigua normativa uno no se aclara. Y lo mismo pasa con todo lo demás, con los aeropuertos –convertidos en coladeros por falta de personal, sensatez y aperos–, con las playas –cuyo acceso reza «ancha es Castilla»–, con los parques abiertos al retozo, con las tiendas en las que se diluye la «distancia de seguridad» y con los transportes cada vez más llenos. Aquí, todo dios tiene que «asegurar las normas de desinfección, prevención y acondicionamiento»; pero ya se sabe que a río revuelto siempre gana el más jeta. Es cuestión de léxico que no acabe armándose la de San Quintín.