Opinión
Al burladero
Vayamos haciéndonos a la idea. En los próximos años, los burladeros de nuestro país donde siempre –cuando sus votos vayan a la baja– se guarecerá el populismo rupestre serán dos: el nacionalismo y el comunismo. Por supuesto se tratará de un comunismo de corta, pega y colorea, puramente de postureo, desconocedor del marxismo y sus avatares, más cercano ideológicamente al fascismo que a otra cosa. Un comunismo, para entendernos, de defensor de los pobres de boquilla y chalé en la sierra de Galapagar, difícilmente creíble a los pocos meses de gobierno. Lo mismo sucede con el nacionalismo que se ha convertido ya en mero sucedáneo: más bien es simple regionalismo inflado, tartarinesco; supremacismo indispensable para autojustificarse políticos como Puigdemont u Otegui y el caciquismo de los negocios de sus amigos.
Ahora bien, no por su endeblez filosófica debemos subestimar los deterioros que ambas posturas facilonas pueden provocar en nuestras instituciones y también en la buena voluntad de nuestros conciudadanos. Sin ir más lejos, hace una semana, los del primer discurso pedían que fueran naturales los insultos y señalamientos a los periodistas y los del segundo que la población de una región hablara solo el idioma que ellos quieren. El totalitarismo siempre circula con más facilidad en tiempos de crisis, porque la población asustada es más susceptible a creer que medidas demenciales pudieran ser posibles o justas. Las dos primeras huellas que siempre deja todo totalitarismo es su voluntad de silenciar a la prensa y su intento de controlar a los jueces. Afortunadamente, la reacción de la sociedad abierta ha sido una defensa cerrada de sus periodistas y tribunales, del estado constitucional y demócrata. Dado que los votos populistas han cambiado de burladero, el siguiente ataque de los oportunistas provendrá desde los particularismos y se aparcará por un rato la preocupación social. Los más consternados van a ser los socialdemócratas. Temían tanto el sorpasso de Podemos que, mientras miraban para otro lado, el sorpasso se lo ha hecho tanto el BNG como Bildu. El votante izquierdista superficial y frívolo prefiere ser nacionalista antes que del PSOE; lo cual demuestra que la izquierda española ya no está por la igualdad sino del lado de cualquier supremacista que apueste por fingir un simplón rencor anti-ricos. En ese panorama, el futuro de los regionalismos españoles va a ser lógicamente fluctuante. Su punto más estable será el país vasco, donde después del regionalismo asesino (ya inasumible en el mundo moderno) se está cocinando una etapa de seudopujolismo mafioso donde PNV y Bildu jugarán el papel que jugó la Sociovergencia en vida política de Pujol; es decir, laminar al Estado para hacerse algún día con el cortijo. En Galicia, el BNG seguirá subiendo y bajando, desde la irrelevancia a la euforia, hasta que un hombre menos inteligente que Feijóo caiga en la debilidad de pactar con ellos en uno de sus momentos altos y les abra las puertas de la prosperidad. ¿Y Cataluña? Ahí será más difícil que los votos de los izquierdistas de boquilla se fuguen con la misma facilidad al burladero nacionalista, principalmente porque los comunes han sido cuidadosos en deslindarse de los personalismos de Iglesias, que serán un desprestigio ahora cuando la situación le saque los colores. Pero no deberían menospreciar el peso demagógico y populista de Puigdemont en una población fuertemente ideologilipolitizada por la voz más alta de una TV3 que parece la cadena Fox. En la terrible situación de crisis que asoma ya para febrero de 2021, los votantes querrán certidumbre y, antes de que eso llegué, los nacionalistas seguro que intentarán agitar el paisaje todo lo que puedan.
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