Opinión
Las obras son para el verano
E l verano no comienza con ninguna fecha astronómica o parte meteorológico, sino con el trémulo sonido de las obras municipales. El verano no está patrimoniado por las golondrinas, como sugiere aquel cuento de Andersen, sino por el trino mecánico del martillo hidraulico y los picos coreografiados de las cuadrillas. Esto de las obras públicas evoca mucho a esos condotieros de las plazas venecianas y otros napoleones que hacen política invirtiendo en obras públicas en lugar de empañarla con ideas y civilidad. Pero ahora, como los dirigentes con maneras de estatua no pegan, lo que tenemos son unos regidores que se pasan el invierno pensando qué bache, bordillo, agujero o pavimento restañar para en los meses de asueto apesadillar al ciudadano con el zumbido de la pala y otros tantos zumbidos tan molestos como los del mosquito, pero para los que no existe todavía el remedio de ningún antihistamínico.
Un estío sin sus máquinas de asfaltado es igual que vadear un rebrote de nostalgia sin tropezar con el opio de la tristeza: una imposibilidad. Nuestras ciudades son como una M-30 en eterna construcción, igual que el alma del hombre, pero con adoquines y guijarros. Nos pasamos estas calendas regenerando las urbes, metiendo la vanguardia del cable, la fibra de turno, la tubería remedada o lo que sea por el catéter de la zanja y el resultado es que tenemos una modernidad subterránea, como si el porvenir llegara siempre de manera subrepticia, como la puñalada de una amante desairada. Y es que el futuro, esa yeguada de anhelos y esperanzas que cada uno alberga en el bolsillo, más que aguardarnos en el horizonte mayúsculo de mañana en ocasiones es algo que sucede debajo de nuestros pies.
Estas intervenciones estivales son como el chequeo anual de las capitales para comprobar cómo le van la arterias. Pero las obras urbanas también se antojan como una metáfora oportuna de nuestro pasado: la de una nación siempre en edificación o reforma a la que hay que ir cimentando de vez en cuando los basamentos con razones y principios para que las goteras no le enmohezcan las paredes y le salgan las varices de la ruina. Una prevención, por cierto, que no viene mal en un lugar con tanta inclinación al guerracivilismo. A los países, como a las metrópolis, se ve que hay que ir imprimiéndoles el Art-Decó de cada época, la que le toca encarar en cada momento para que no se quede estancada en el presente, lo que es bastante peor que permanecer anclado en un perpetuo pasado, más que nada porque el pasado es muy vintage y siempre atrae al turistaje.
Las ciudades se vacían de ciudadanos, pero se llenan de hoyos, quizá para animar a los que se quedan a desempolvarse el aburrimiento con el riesgo de saltar un surco. Aquí hemos logrado hacer contemporaneidad profesionalizando el arte de la espátula, al que venimos dando desde el desarrollismo, lo que nos deja la agridulce sospecha de que quienes nos dirigen han decidido hace tiempo que nuestro destino está en un país hecho de efepé en vez del I+D.
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