Opinión

La economía a la deriva

Que el deterioro de la economía española, provocado por la necesidad de salvar vidas frente al coronavirus, es el más pronunciado de entre los grandes países europeos, constituye una evidencia contable, pero también una realidad sociológica que se desvela en el avance de la pobreza. Ante esta situación, los españoles han restringido sus gastos y aumentado sus ahorros, dando así más profundidad a la crisis; y su preferencia por el dinero frente a otros activos amenaza con deslizar al país hacia lo que Keynes definió como la trampa de la liquidez. Ello es grave porque, en España, se ha fiado casi todo a la política monetaria y ésta, en tal tesitura, es completamente inútil. Además, esta crisis, como todas las post-epidémicas del pasado, desde la peste antonina hasta la gripe española, está impulsando cambios estructurales muy profundos y, también, originales, pues su raíz no estriba en una mortandad catastrófica, sino en la evitación de ésta por el procedimiento de dejar sin trabajo, a través del confinamiento y sus derivaciones, a una extraordinaria proporción de la mano de obra.

En estas circunstancias, nos enfrentamos a una desvalorización simultánea del trabajo –pues el desempleo presiona a la baja de los salarios– y del capital –pues buena parte de éste ha quedado ocioso y, en muchos casos, sus activos materiales difícilmente volverán a ser reutilizados–. El problema de la economía, por tanto, no es sólo el de salvar la situación inmediata –con un «escudo social» y con una acción crediticia destinada a sostener la liquidez–, sino el de canalizar y favorecer el cambio estructural. En el gobierno creen que esto es cuestión de planificación y, por eso, desprecian el mercado. Pero éste será, seguramente, más eficiente que la colección de burócratas y aprendices de la política práctica que se sienta en el Consejo de Ministros. Y lo que se necesita para que el mercado despliegue su potencial renovador son cambios institucionales y acciones gubernamentales que faciliten la reorientación del trabajo –mediante la formación, principalmente, y no tanto los subsidios– hacia las actividades que lo demandan, y la del capital hacia las actividades emergentes y la innovación, mediante una compleja operación reformista que se extienda desde las normas de la competencia, admitiendo la creación de cárteles de crisis, hasta las urbanísticas, para facilitar el cambio de uso de las edificaciones, pasando por las regulaciones sectoriales y las barreras del mercado interior. Además, habrá que añadir un ambicioso programa de inversiones públicas para ampliar el capital infraestructural. En política económica, como se ve, no basta con anunciar que la crisis llegará a 2023 y luego irse de vacaciones.