Internacional
Una casa en el fin del mundo
El búnker ha pasado de ser un artículo de supervivencia, como las peluquerías en los días de boda, a unos complejos de lujo
Pues resulta que el Apocalipsis también es un negocio, lo que tampoco debería extrañarnos en un mundo donde encontramos razonable vender hasta a la suegra. Lo que sucede es que se pensaba que eso de los búnkeres parecía una mitología periclitada de la Guerra Fría, como los abanicos antes de que el aire acondicionado se acomodara entre los electrodomésticos junto a la lavadora, el rúter y ese enorme salto de la tecnología que supone el cortador de huevos cocidos. Pero en la imaginación de uno, y supongo que en la de muchos otros, conservaba la idea equivocada de que esos sótanos de soledad y cemento sobrevivían como una superstición de los años cincuenta, cuando los yanquis temían un ataque de los ruskis y, al igual que los galos de Uderzo, temían que el cielo se les desplomara sobre las cabezas. Por entonces, con una de esas ingenuidades que hoy aún hacen sonreír, los norteamericanos enseñaban a sus hijos a esconderse debajo de los pupitres convencidos de que eso les salvaría de la lluvia radioactiva. En esos espléndidos días, la vida en los Estados Unidos discurría entre el último éxito de Elvis Presley y el temor a un bombardeo soviético, dos maneras de histerismo diferente que, sin embargo, convivieron juntos. Y nunca menosprecien que alguno prefiriera un Nagasaki antes que al Rey del rock.
El símbolo de la hoz y el martillo, más que una ideología, hoy es un «souvenir» para esas parejitas que visitan la Plaza Roja y el mausoleo Lenin sin temor a que un comentario inadecuado los deporte a un gulag. Consideraba que los refugios nucleares habían corrido la misma suerte que otras reliquias y que, como los túneles de «Charlie» en Vietnam, habían quedado reducidos a un atrezo para rodar películas de serie B o sacarles unos cuantos pavos a los turistas que visitan Kansas, que, por cierto, se desconoce quiénes pueden ser. Pero resulta que el fin del mundo, al revés que el comunismo, continúa siendo una inversión próspera y con futuro, si se permite la ironía...
En otras épocas, la destrucción del mundo ha dado para aventar mucha literatura evangélica y de ciencia-ficción, quizá porque los dos géneros hablan de lo que nos aguarda mañana. En el pasado, este temor ha dado de comer a avispados Nostradamus y, hoy, a esos nuevos zahorís que son los agentes inmobiliarios. El búnker ha pasado de ser un artículo de supervivencia, como las peluquerías en los días de boda, a unos complejos de lujo. Los ricachones, temerosos de la Covid-19 y otras catástrofes, invierten el parné en unos subterráneos que cuentan con piscinas, saunas, gimnasio, sala de cine y jardín, lo que alienta a pensar que actualmente la supervivencia se piensa en términos distintos a otras épocas y que tiene más que ver con el ocio que con la despensa, como si el suministro de agua potable no sirviera de nada si no se contara con un futbolín en el salón. Esto va dándonos la medida de una mentalidad que considera que vivir no tiene relación con la sístole y la diástole y sí, en cambio, con un televisor de muchas pulgadas.
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