Opinión
Esperanza, pese a todo
Una mirada a las circunstancias por las que atraviesa España, en estos compases avanzados del verano, difícilmente invita al optimismo; menos todavía ante las trazas del futuro inmediato. La reactivación de la pandemia genera nuevos y viejos temores y, como reacción añadida, algunas actitudes desconcertantes, propias de esa España siempre pseudoadolescente. Además, tras el intervalo vacacional, la crisis económica amenaza el empleo de muchos trabajadores, acarreando la consiguiente angustia. Mientras la vida política marcha por derroteros cada día más preocupantes y la deuda pública alcanza su máximo volumen histórico. Todo suena a la crónica de una muerte anunciada. Por otro lado, el inminente comienzo del curso escolar se presenta en medio de la desorientación general. Responsables académicos, profesores, alumnos y familiares no saben, a estas alturas, qué tendrán que hacer.
Para muchos la nefasta actuación del gobierno, en especial por su pésima gestión de la pandemia, constituye una de las páginas más negras de nuestra historia reciente, que por desgracia han sido varias. Como si lo anterior fuera poco, la corrupción, en todas sus manifestaciones posibles, sigue produciendo continuos escándalos, en medio de una degeneración ética insoportable. Si algo olía a podrido en Dinamarca, como Shakespeare hacía saber a Hamlet a través de Horacio, la pestilencia provocada por la conducta de muchos políticos españoles, anuncia y extiende la peste moral, día a día, hasta extremos que parecían inimaginables. Resulta raro encontrarnos con algún ejemplar de esta fauna salvaje que cumpla su compromiso de trabajar por el bien de los ciudadanos. Aunque ciertamente quedan algunos, pero son tan pocos que vamos camino de necesitar declararlos especie protegida.
No es fácil comprender, y menos explicar de manera positiva, la situación en que nos encontramos y, más complicado aún, hacia la que nos dirigimos. Pero no debemos renunciar a meditar sobre aquello que atañe a las condiciones en que se desenvuelve nuestra vida. Aunque hayamos de reconocer el fracaso, porque la razón, aún con sus debilidades, constituye uno de los rasgos definitorios de los seres humanos; bien sea, como escribía Muguerza, acompañada de la esperanza, sin esperanza o incluso hipotéticamente contra ésta. Un ejercicio no fácil y menos para el común de las gentes. Hace ya un siglo se quejaba Ortega de que el español medio percibe mal las realidades colectivas y, como no, en particular las de naturaleza política.
El mismo don José recomendaba distanciarse de los problemas y contemplarlos en perspectiva histórica. Por eso, entre otras cosas, «decíamos ayer» en esta misma sección, que urge recuperar el saber de nuestra historia. No para instalarnos en un pasado mistificado, sino para poder ubicarnos mejor en el presente y hacia el porvenir. No se trata sin embargo de un problema exclusivamente español. Desafortunadamente, vuelve a sentirse en Europa como al inicio de la década de 1920, una preocupante ausencia de ilusión hacia el mañana; con la consiguiente pérdida de valor del proyecto europeo que venimos compartiendo. Se mira, como alternativa, históricamente equivocada, a escenarios más reducidos y todo acaba resultando más pequeño, mas mezquino. En ese devenir involucionista, España multiplica hacia dentro sus particularismos debilitadores.
La cuestión se agrava cuando a la crisis de la razón se superpone, como ahora, la de las utopías, en el universo distópico que parece encerrarnos. La preocupación se apodera de la gente, al menos de los que tratan de resistirse a claudicar, y asoma el pesimismo que puede conducir a la paralización, la desidia y la desconfianza colectiva. Llega entonces la hora de la esperanza, como posibilidad y obligación, para actuar positivamente sobre el mundo que nos rodea. Poder ser optimistas, como apuntaba Chesterton, en circunstancias que consideramos desesperadas. El recurso frente a la dantesca advertencia escrita en la puerta del infierno. La esperanza es ahora la herramienta que nos queda para crear el futuro, ante el dilema de aceptar el presente que nos perturba, y anuncia males mayores, o intentar cambiarlo. Así hemos de cuestionar la «nueva normalidad» que parece invitarnos, peligrosamente, a la aceptación pasiva de las «novedades», anunciadas en parte, y en gran medida impuestas.
Todo empieza a parecer inevitable y se nos presenta como si ya no hubiese otra salida que la resignación. Son instantes en los cuales podría servirnos de ejemplo la figura de Benjamín Franklin. «Me asombró, diría el polifacético personaje, no haber abandonado por completo mis esperanzas, que parecían absurdas e irrealizables. Y sin embargo me aferré a ellas a pesar de todo». Contra la tendencia a limitar las posibilidades del ser humano, en su propio desarrollo, afiancemos la confianza en nosotros mismos y mantengamos activa la esperanza, aunque se apoye en la incertidumbre.
El futuro es cosa de todos en la tarea de cada día y cuando el viento sopla fuerte, amenazando con hacer zozobrar el barco, queda como timón y guía, en versos de Leopoldo de Luis, la rosa de la esperanza aún en la sonrisa. No olvidemos que una sociedad digna es aquella que, lejos de abandonarse, permanece erguida ante la adversidad.
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