Opinión

Pedro y el lobo

El inesperado movimiento táctico de Pedro Sánchez, que con habilidad ha manejado también la Presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, merece aún el beneficio de la duda. El lunes se ven en la Puerta del Sol, donde tiene su asiento la Presidencia madrileña. Ese rebasar los límites de la relación telemática para buscar el encuentro personal, admite varias interpretaciones. Quizá la más evidente sea el deseo de Sánchez de aterrizar en el centro del Madrid invadido por la pandemia como si se tratase del desembarco gozoso del séptimo de la caballería monclovita: vengo a salvar Madrid. Pero hay también una intención ejemplarizante que conviene no dejar de lado, y es ese mostrarse juntos, cuerpo a cuerpo, en un esfuerzo común o al menos en el común objetivo de mostrar a la ciudadanía en general y a los madrileños en particular que arriman ambos el hombro en un momento particularmente delicado para la Comunidad capitalina.

Y esto es nuevo. Y resulta alentador. Por eso merece una reserva de expectación positiva, de confianza en los dos líderes políticos.

Más aún cuando está siendo este un tiempo de irreductible sectarismo que abarca casi todo el paisaje y el paisanaje político.

He recordado estos días una fábula de Sánchez Ferlosio que cuenta la historia de un lobo que llegado el final de su vida, cansado y viejo, decide reunirse con el Creador «en el blanco silencio de la Cumbre Eterna». Tras un largo y penoso viaje, el lobo alcanza el umbral del lugar en el que piensa descansar para siempre. Pero su esperanza se topa con la áspera intolerancia de un querubín guardián que lo rechaza porque tiene las fauces llenas de sangre.

Decepcionado, el lobo desanda el camino y reinicia una vida sin cacerías ni restos de banquetes sangrientos, ni siquiera huesos, renunciando a comer otra cosa que no fuera lo que podía apañar en aldeas y brañas, «descuidero de hatos y meriendas». Pasado el tiempo, el lobo sube de nuevo a la Cumbre, que corona tras una penosa jornada. Esta vez, ya más viejo y mucho más cansado, se planta ante el guardián con la certeza de que ahora le abrirá la puerta. Pero vuelve a rechazarle, porque los ladrones no entran en el Paraiso. Dolido y chasqueado, el lobo regresa al mundo, donde sobrevive con frutos y algunos tallos, mientras va perdiendo fuerza y cuerpo, invadido por la delgadez y la roña. Llegado el día, vuelve por tercera vez a intentarlo. Desplomado, casi muerto frente a la puerta de la Cumbre Eterna, después de un viaje extenuante y definitivo, apenas escucha la tercera y última negativa del celoso querubín: ya no por asesino, tampoco por ladrón, ahora es por lobo por lo que no entrarás jamás.

El cuento de Ferlosio es un sutil y admirado elogio al lobo enfrentado a la violencia humana hija del miedo. Pero es también, quizá más aún, un retrato de los prejuicios con lo que solemos vestir a lo desconocido o a lo distinto.

Hay un arco amplio de políticos, más nutrido en la nueva izquierda, que ha cambiado la discusión inteligente por los tuits y los debates con propuestas por asambleas de reválida, que teme al adversario tanto y tan profundamente, que siempre será lobo haga lo que haga, actúe como actúe. Ni siquiera en estos tiempos en que la ciudadanía se ha cansado de exigir acción y compromiso, que aparquen los programas electorales y resuelvan la gravísima crisis a que nos enfrentamos, es fácil encontrar políticos capaces de dejar de ver lobos y ponerse a trabajar el adversario. La negociación presupuestaria es un magnífico escenario para contemplar este espectáculo de encastillamiento sectario e infantiloide. No hemos entrado en propuestas concretas, nada sabemos sobre lo que puede aceptar o sugerir el otro, pero anticipamos una posición negativa, un no rotundo a la foto conjunta no sea que nos confundan con ellos, no vaya a ser que el lobo sea humilde y generoso.

Como bien dice el proferor Rodriguez Braun, no es la unidad en sí el bálsamo que habrá de aliviar las heridas ni resolver la oscura incertidumbre en que estamos. Con la abstracción no vamos a ninguna parte y menos aún en el momento en que lo que se necesita es precisamente dejarse de abstracciones, de planteamientos ideológicos irrenunciables. No se trata de actuar unidos, sino de hacerlo en la misma dirección, que no es la misma cosa. Pararse, templar, mirar alrededor, dejar las mochilas y los intereses de partido y ponerse a trabajar por el país.

Ojo, por tanto, a Madrid. Atención a lo que pueda enseñar y enseñarnos de coordinación, compromiso común, trabajo en equipo por encima de intereses o paternalismos políticos y búsqueda común de soluciones.

Llámeme usted ingenuo, pero…¿y si resulta que empieza a haber alguien ahí?