Opinión
Mocos, la vida al borde de un ataque de nervios
Lo primero que pensé fue en Molokai. Fue allí donde el rey Kamehameha IV segregó a los leprosos, según cuenta Wikipedia y fue allí a donde llegó voluntariamente el Padre Damián para curar a los enfermos de lepra dejados a su suerte. Murió 16 años después. Más o menos los que estuve yo viendo la película sobre su vida en el colegio religioso en el que estudié. Antes las cosas eran así en esos coles: conocías la vida del Padre Damián al milímetro, pero si te preguntaban de dónde vienen los hijos…
Eran las 8 de la mañana, mi hijo tenía mocos y yo pensé en Molokai. «Busca el termómetro», me dijo mi mujer. El termómetro. La última vez estaba en el cuarto de baño. Pero nada. Quizá en el cuarto del niño, tampoco. En el salón, la cocina, debajo de la cama, entre los calcetines, donde las medicinas, ¿en la ropa sucia? «¿Recuerdas dónde está el termómetro?», me pregunté a mi, al aire, a Dios, a mi esposa. Sólo contestó ella «Lo cogiste tú la última vez».
Iba a explicarle la sutil diferencia entre saber que era yo el último que lo había usado y saber dónde lo había dejado. Sin embargo, algo en el ambiente me hizo callarme. Así que le puse la mano en la frente.
Recuerdo como lo hacía mi madre: una mano en mi frente y otra en la suya para averiguar si tenía fiebre o la enfermedad común conocida como cuentitis aguda.
Lo hice. ¿Estaba su frente más caliente?, ¿era así lo de las manos?, ¿sirve para algo eso? ¿qué hay que notar?, ¿es demasiado pronto para llamar a mi mami?
Pregunté en varios chats con qué síntomas se puede ir a clase. Si preguntas por el sentido de la vida no habrá más dudas: con dolor de garganta sí; pero si es de cabeza no; si tose, no; si no tiene fiebre sí; si tiene mocos, sin problema; si tiene congestión nasal, ni se te ocurra.
«Pero… ¿la congestión nasal no son mocos?», pensé.
O fue en voz alta. Porque mi mujer dejó de teletrabajar y llegó, dispuesta a hacerme un 155.
«Tenemos que hacerle el PRC», dije con firmeza. Creo.
Me miró. (Exactamente como aquella vez que íbamos a una fiesta importante y me vio salir de casa, orgulloso de lo elegante que iba: «¿Vas a ir con tu camisa más azul y tu pantalón más negro?», fue su pregunta. Tarde descubrí que era retórica).
«Pues llama al Partido Regionalista Cántabro –dijo, sin retórica esta vez– a ver si Revilla te manda unas anchoas».
Puso una mano en la frente del niño, otra en la suya (ahí está, magia)
«Nada de PCR», soltó (pero aquí no se nota el tonillo de su voz), «no tiene fiebre, al cole».
Le vestí y, como ya refresca, yo me puse mi sudadera molona, esa con bolsillos tan grandes.
Ah, mira tú: el termómetro.
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