Opinión
Bankia y la degeneración
Hace unos años, en plena oleada ejemplificadora y regeneracionista, pensé en escribir un panfleto titulado «Contra la regeneración». En un país en el que los tópicos más absurdos arraigan en la opinión pública y en sus creadores como si fueran evidencias absolutas, la cosa no tenía muchos visos de prosperar. Así fue, y cuando encontré editor, mucho tiempo después de la primera idea, ya se me habían pasado las ganas de escribirlo. La regeneración siguió su curso, como habría ocurrido en cualquier caso, y se fue articulando en dos frentes, el político y el judicial.
En cuanto al primero, hoy disfrutamos (por utilizar el verbo de moda en plena pandemia) de la nueva política regenerada. Y como todos hemos constatado, nunca, ni en los peores momentos de la historia democrática, habíamos alcanzado tal grado de degeneración. Era previsible. Cuanto más ejemplarizante y ejemplar se ha vuelto la conducta de los políticos, más bajo –en lo intelectual, pero también en lo ideológico y por su puesto en lo puramente político– han caído estos.
Lo judicial formaba parte de la batalla política, y en cierto sentido la precedía: en aquellos años, de los que todavía hay coletazos, se encausaba a cualquier responsable político, en particular del PP, y se le juzgaba y sentenciaba en los medios y en las «redes sociales» ante el tribunal de la opinión pública, con los ultra demagógicos criterios de la indignación entonces vigentes. Luego llegaron los juicios formales, y con ellos numerosas sentencias absolutorias y los archivos de otras tantas causas. La de Bankia es la última, pero ha venido precedida de muchas otras: la absolución del PP en la causa de la destrucción de los discos del ordenador, la de Camps y la de Ricardo Costa, la de José Torres Hurtado –alcalde del PP, entre otros muchos alcaldes puestos en la picota, alguno también del PSOE–, el archivo del caso que afectó a Ignacio González… Sin contar las sentencias absurdas, propias del más descabellado populismo judicial, como la de las «tarjetas black».
Además del activismo de los jueces, entre las causas están la judicialización de la política, la vigencia de una figura como la «acusación popular» y la voluntad decidida de demoler el régimen del 78, una empresa que prosigue a buen ritmo. Sembrar la desconfianza en la política lleva a atizar el rencor hacia quienes la ejercen –seres casi innombrables que llamamos «políticos»– ha llevado, como es lógico, al abandono de la política por parte de los mejores. En esas seguimos. Ahora habrá que empezar a recomponer la escena desde muy atrás, reconstruyendo lo que nunca se tenía que haber destrozado, sin contar las vidas machacadas y el honor mancillado de tantas personas y de tantas familias. Una sociedad no puede vivir en la indignación y el insulto perpetuos, ni siquiera en estos tiempos tan revueltos. Para eso, habrá que empezar a hablar de otro modo de la política, y a ejercerla, también, de otra manera. Pero es interesante comprobar que los regeneradores se han abrasado en su propia hoguera antes que nadie.
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