Opinión

Populismo y risas

El populismo está infravalorado. Hacemos mofa de sus inconsistencias, nos da la risa con los montajes con banderolas de Sánchez y Ayuso, con las parrafadas inmisericordes, por cursis, falsarias y tóxicas, de una inútil como Irene Montero, con las sandeces de López Obrador o Jair Bolsonaro. Pero el populismo funciona. Carbura en los medios y las urnas porque la feligresía no acude al supermercado político a la caza de mejores ideas y soluciones más eficaces. Lo que buscamos son objetos de culto, oraciones todoterreno, vidas de santos y otros trapos y eslóganes con los que tapar la abulia mental y la sórdida inclinación a navegar junto al rebaño, que camufla debilidades y luce una tibia capacidad de abrigo frente a la intemperie. La gente busca unas señas de identidad que coincidan con las propias, el cableado de serie que evite pensar, la forma de que otros jueguen por nosotros y que nosotros nos limitemos a asentir reconfortados cuando nos digan lo guapos que estamos y, sobre todo, lo moralmente superiores que somos. Una vez reconocidas las cartas trucadas importan menos que cero las mentiras del líder. Cuando un vendedor de evangelios espurios como Iván Redondo explica que primero siente y luego piensa, y cuando aplica este esquema a la toma de decisiones políticas y estratégicas, no limita su parrafada al tópico inmundo. Ni repite los esquemas propios de la lógica goebbelsiana o fascista. Que por supuesto. Es que bebe de las últimas teorías de neurociencia. Esas que certifican hasta qué punto seguimos siendo un mono desnudo. Un bonobo o chimpancé instintivo sujeto a las estrategias evolutivas de un cerebro programado para que los leopardos y las hienas no nos muerdan el culo debajo de una acacia. De igual forma, cuando Donald Trump graba un vídeo que habría deleitado al Torrente que pedía pan y vino a la camarera «chinita» del restaurante no vale sonreír con displicencia ante la palmaria rusticidad de sus argumentos y la vergonzosa pobreza dialéctica. Ya saben, contagiarse fue una bendición de Dios, una bendición disfrazada, y disponemos de una cura, y es greaaaaaat, y el ejército distribuirá el tratamiento como quien invade Polonia después de escuchar a Wagner, y soy capaz de repetir «great» siete veces, y añadir de propia un «fantastic» y un «incredible», en apenas 18 segundos. O de cómo un Donald Trump desmelenado dispara un discurso marxiano (más propio de Chico que Groucho, o sea, más subnormal que cáustico y más besugo involuntario que ferozmente surreal) sobre un fondo de 211.000 muertos. Demencial es poco. Sólo faltaba James Rhodes «tocando» el piano. Pero la actuación de Trump, o que unas horas antes Pedro Sánchez hubiera protagonizado su propio e incontenible festival de «bullshit» no debe ocultarnos que uno y otro ganan elecciones. El populismo avanza intratable y lo que hace apenas diez años habría parecido impensable, pongamos los tuits de Pablo Echenique, digamos las ruedas de prensa de Kayleigh McEnany o las excusas de Pablo Iglesias, hoy son pan nuestro de cada día en unos ecosistemas políticos crecientemente degradados. Después de carcajearnos ojalá reaccionemos.