Opinión
Días de coronavirus
Disculpen la (triste) guasa. Lo peor del sanchismo, descontada su afinidad con golpistas y retrógrados, es la consagración de James Rhodes como pianista de cámara. No por inútil, que también, sino porque resulta directamente fascista lo de tener un muermo a la pianola para abanicar al líder. Otra indeseable consecuencia de la pandemia, más allá de la ruina y los muertos, son los infinitos libros de artículos dedicados a contar el encierro, confinados los escribas como todos mientras el Covid-19 desgarraba vísceras. Pero como en todo o casi todo hay excepciones. Libros que iluminan lo indecible, cartas de navegación para tiempos oscuros, invitaciones a la inteligencia y a la serenidad cuando menos lo esperas. En el caso que nos ocupa ninguno más rutilante y necesario que «Días de coronavirus». Lo ha escrito Jorge Ferrer, escritor cubano en barcelona, barcelonés y universal, traductor de Vasili Grossman y Svetlana Alexievich, entre otros, periodista insuperable y aquí cronista de la enfermedad zoonótica que vino para enterrarnos. A diferencia de todos los filósofos del apocalípsis, empeñados en que el virus acabe con el mundo pero no del todo, o sea, sólo en la medida en que les permita seguir vendiendo libros y colocando conferencias, Ferrer no ejerce de agorero ni apuesta por distopías antiilustradas. Se pregunta por el hoy y el mañana de una humanidad aturdida por la incertidumbre, comparte su dolor y sintoniza con el miedo que nos atenaza a todos. Va de lo particular y lo íntimo a lo universal sin cartonajes retóricos ni morralla pseudoexistencial. Destila un lirismo sin subrayados, un humanismo enemistado con la grandilocuencia y una fascinación sin atenuantes por la inteligencia, la gran literatura, las mejores comidas y alcoholes, la amistad, el erotismo y la libertad. Empiezas el diario con el coronavirus y acabas deslumbrado por la compasión tan cálida y la feroz poesía que destila este Montaigne del siglo XXI. Un libro importante, uno de los destacados de 2020, un escritor electrizante, de los que parece hablarte a ti solo con la calidez y la confianza de un amigo largamente extrañado y, por encima de todo, un hombre formidable, comprometido en todas las batallas que merecen la pena.
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