Opinión
545 razones
En 2017 el gobierno de EE.UU comenzó a separar en secreto a los niños sin papeles detenidos en la frontera. Expulsaron a sus padres mientras los críos acababan en centros de acogida y/o con familiares más o menos cercanos. Un año más tarde la Casa Blanca hizo público el plan y separó a otros 2.000. De los que 100 tenían menos de 4 años. Cuando un juez federal detuvo la infamia era tarde para los niños segregados en 2017. A día de hoy todavía faltan por encontrar los padres de 545: desaparecieron en Centroamérica y México hace 3 años y seguimos sin tener noticias. Sólo por ellos, por su sufrimiento, sobra para reclamar la caída de un Donald Trump que ha demostrado hasta qué punto la falta de escrúpulos morales corroía los consensos vigentes en EE.UU. desde hace décadas. Cuando alguien les diga que Trump es todo hojarasca, que ladra pero no muerde, recuerden a esos niños. Lucen como enmienda feroz de unas políticas ignominiosas. No puede ser de otra forma cuando el anclaje de la gobernanza pasa por el rédito inmediato y por satisfacer las teóricas apetencias de los clientes en lugar de asumir la vía, ligeramente más áspera pero también necesaria, de conducirse con arreglo a un inexpugnable abecedario ético. Cuando la esposa del ex presidente George W. Bush, Laura, supo de los planes del rubio Trump, publicó un artículo en el Washington Post donde hablaba de «niños arrancados de sus padres» y de la «necesidad de hacer cumplir y proteger nuestras fronteras internacionales». «Nuestro gobierno», añadió, «no debería estar en el negocio de almacenar niños en cajas o en tiendas de campaña en el desierto a las afueras de El Paso. Estas imágenes son inquietantemente reminiscentes de los campos de internamiento de japoneses estadounidenses de la Segunda Guerra Mundial, considerado uno de los episodios más vergonzosos en la historia de Estados Unidos. También sabemos que este tratamiento inflige traumas. Los japoneses internados han sido dos veces más propensos a sufrir enfermedades cardiovasculares y a morir prematuramente que aquellos que no fueron internados». El 3 de noviembre Donald Trump debe caer por populista. Por la brutal erosión que ha inoculado en el sistema. Por abrazar el credo posmoderno que antepone las emociones frente a los hechos. Por atacar a la prensa con modales de autócrata y hablar de enemigos del pueblo. Por no condenar a las milicias paramilitares en el país de Jim Crow y el KKK. Por despreciar a los científicos y desconocer los principios básicos del engranaje democrático. Por insultar a sus oponentes como si estuviera a las puertas de arrojarlos a Guantánamo. Por basurear con el virus hasta el punto asquerosamente homeopático de explicar que la supervivencia del enfermo depende del ánimo y las ganas de luchar. Por haber gestionado la crisis sanitaria con negligencia criminal. Por sus ataques, tres entre mil, contra el FBI, el ejército y el poder judicial… Y por las lágrimas de esos 545 niños huérfanos para satisfacer el capricho monstruoso de un perfecto sociópata.
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