Badalona

Badalona

Pero África sigue siendo tierra de corrupción y estados fallidos. Y una gran mayoría vive bajo el yugo de la miseria y la desigualdad

Luisa termina de fregar los platos de la cena cuando, a punto de apagar la radio, escucha una noticia de última hora que le sobresalta: «Hay al menos doce heridos, dos de ellos graves, en el incendio de Badalona». ¿Aquí? Piensa. ¿Dónde? ¿Cuándo? Concentra toda su atención en la voz que acaba de azotar su ánimo con el presagio de inminencia de un drama cercano. «La nave estaba abandonada y acogía en su interior a decenas de personas, la mayoría inmigrantes, según fuentes municipales». No será la del Gorg, el edificio de Tortosa donde esta tarde estuvo hablando con Abdul. Decide llamarle. Tres, cuatro, cinco veces; salta el buzón. En apenas diez minutos se planta allí con el coche. Su temor se confirma ante la visión del resplandor de las llamas, el olor a humo, la confusión y el chillón naranja de las luces de bomberos. A lo lejos, subida la capucha de la sudadera, los pies semidescalzos, y una bufanda alrededor del cuello, Mamadou camina despacio calle arriba como lo haría un niño perdido, una criatura sin gobierno. Luisa se dirige a él. Cuando la ve, se detiene mirándola fijamente. Sus ojos emiten angustia y parecen suplicar socorro. No dice nada. Tampoco responde cuando ella le pregunta qué ha pasado. Solo niega con la cabeza. Le toma Luisa suavemente por un brazo y se dirigen hacia la esquina donde ha dejado el coche. Él se deja llevar en silencio, pero aprieta el brazo hacia sí cuando siente la mano cálida de Luisa. Apenas se han apoyado en el capó, Mamadou estalla en un llanto incontenible, feroz, violento. Es el llanto infantil de la desesperación, del dolor de otro golpe insoportable; uno más, y van ya ni se acuerda cuántos. Luisa los ha visto llorar muchas veces. Intentan esconderse, pero a menudo sucumben al calor del afecto o al ánimo rebosante de un dolor que ya no pueden contener. Sufren. Sufren enormemente. Ella ha podido comprobarlo. Están lejos de casa, solos, en un mundo que no es el suyo, y tampoco se parece a lo que imaginaron o les dijeron que sería. Abdul ya había pasado por ese purgatorio de la decepción, de la constatación de la mentira, y empezaba a buscarse la vida mientras esperaba que pasaran los tres años que necesitaba para demostrar legalmente arraigo y pensar en poder quedarse. Pero Mamadou no. Había llegado hace dos días después de meses de un viaje infernal a través del continente. Le dijeron, previo pago de tres mil dólares, que nada más pisar suelo español estaría ya en Europa y no podrían echarle de allí. Le engañaron con la falsa seguridad de que la pandemia había sacado del mercado de trabajo a miles de personas y ahora habría sitio para ellos. Le mintieron con la supuesta opulencia de un territorio en el que podría abrirse camino con un poco de habilidad y paciencia. Luisa, voluntaria de una ONG que socorre a inmigrantes sin papeles, se sabía la historia que había oído centenares de veces. Y siempre se sorprendía de que gente con estudios y criterio como eran muchos de los que llegaban hasta ella, siguieran creyendo toda esa farsa construida por los traficantes de personas.

Esa misma tarde había hablado con Abdul de sus sueños y razones. De cómo si tuviera algo con lo que empezar una vida de verdad en su país, no habría hecho este viaje. Que sí, que los chinos están metiendo dinero, que están naciendo y creciendo empresas, que hay un creciente mercado cada vez más abierto, que nace en el continente una clase media gracias a esa inversión extranjera y el impulso de no pocas empresas nuevas. Pero África sigue siendo tierra de corrupción y estados fallidos. Y una gran mayoría vive bajo el yugo de la miseria y la desigualdad. Seguís, le ha reprochado Abdul en alguna ocasión, mirándonos con más temor que interés, con más reserva que confianza. Europa continúa ignorando su realidad y hasta sus posibilidades. Que las tiene, insiste, créeme Luisa, las tiene. Pero hoy no. Y hoy tengo que vivir, tengo que comer, quiero prosperar.

Y Luisa no tiene respuesta. Y se pregunta si Europa se ha dado cuenta de que la inmigración es el mayor problema humanitario al que se enfrenta desde las guerras mundiales, por qué no es posible un gran pacto continental para repartir cargas, para aliviar las presiones sobre los países fronterizos. Por qué se dejó la política de cupos, el reparto solidario, la atención humanitaria a una realidad innegable. Por qué no se fijan acuerdos con los países de origen, se abren corredores, se miden necesidades y se armoniza la atención a los que llegan con las necesidades de quienes les acogen.

Abrir las fronteras sin medida ni criterio, el buenismo sin planes, sólo provoca desesperanza y sufrimiento. El cierre a cal y canto es inhumano. Tiene que haber un camino que no termina de explorarse pero que habrá que abordar algún día. Quizá cuando nuestras fronteras ya no aguanten más.

Luisa se pregunta cuántos edificios hay en España como el de Badalona. Decenas, centenares. Rodea con el hombro a Mamadou que ya ha dejado de llorar. Se miran y sin decir palabra se dirigen de nuevo hacia la nave en llamas. No saben si encontrarán a Abdul esa misma noche.