Opinión

«The Crown» y la ficción

Helena Bonham Carter, la actriz que encarna a la princesa Margarita en «The Crown», creyó necesario aclarar que la serie es ficción y no historia: señaló que había una «responsabilidad moral» de asegurar a los espectadores que no se trata de un documental.

Esto es llamativo, porque lo que vemos en Netflix anima a pensar lo contrario. Los actores se parecen a los seres humanos que encarnan. Una y otra vez se muestran los escenarios reales (en la doble acepción de genuino y regio), y vemos vehículos y lugares magníficos verdaderos o verosímiles.

Con la reiterada aparición de personas que suscitan un alto grado de identificación, y cuyo lujoso tren de vida nos gusta admirar, al final, como escribió Rafael Atienza, de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, en el «Abc» de Sevilla, «el espectador cree estar viendo la verdadera historia». Es comprensible, así, que los conservadores se sientan molestos por la imagen de paletos que dan la señora Thatcher y su marido; y los monárquicos critiquen el retrato generalmente poco edificante que se brinda del Príncipe de Gales y de su actual mujer. Sin embargo, con todo, no queda mal la familia Thatcher y, lo más importante, como señaló «The Economist», no queda mal la familia real británica, y en particular la protagonista, en torno a la cual todo gira y debe girar, como le explica el duque de Edimburgo a la Princesa Diana en un revelador diálogo del último capítulo. La propia Diana, presentada con crudo realismo, es el personaje que entre la ciudadanía suscitó más identificación, potenciada por su triste vida y su trágica muerte. Pero que, como dice Atienza, logró ser considerada una víctima: sus trastornos y su infelicidad contribuyeron a su fama, basada en una identificación con una extraña persona real, idolatrada como «princesa del pueblo» cuando no pudo haber nada más diferente del pueblo normal y corriente que Diana Spencer.

En estos procesos no cabe ignorar la responsabilidad de la gente. Un amigo inglés me comentó que no podía creer que su Londres natal, que había soportado estoicamente los bombardeos nazis, de pronto se echara en masa a la calle a llorar por la joven princesa muerta en París. Pero si acabamos por pensar y sentir que reinas y reyes son en verdad como nosotros, la culpa, en parte, también es nuestra.