Opinión
El abismo de un conflicto civil
Los partidarios de Donald Trump, previamente pastoreados en un mitin vergonzoso,asaltaron el Capitolio de los EE UU. La imagen de los alborotadores fue la de quienes rechazan los controles democráticos y apuestan por inaugurar el reinado de la turba. Acudieron masivamente al grito cesarista. Tomaron sus banderas, sus trajes de camuflaje y sus subfusiles y retransmitieron vía Twitter sus hazañas. Horas antes de romperle la madre al Senado, de interrumpir la ratificación de los resultados electorales, Trump y mariachis habían presionado al vicepresidente, Mike Pence, para que incumpliera la ley, burlase la Constitución y rechazara la voluntad del pueblo. En los peores momentos de los incidentes Trump pidió a los golpistas que depusieran su actitud. Su mensaje servía para mandarlos a casa y para meterle yesca a Washington. Con el bidón de nitroglicerina conectado a la manguera declaró su abierta simpatía por la causa de los sublevados. Comprendía su frustración, dijo, y los amaba. Sois muy especiales, añadió. Sobre un fondo de sirenas y helicópteros, con un rostro a prueba de bombas, insistió en las locas teorías de la conspiración. Combustible terraplanista, homeopático y magufo para consumo de sectarios, incapaces de afrontar la vida desprovistos de su correspondiente camiseta. Nada que no hubiera ensayado en otras ocasiones. Cuando un neonazi, en una manifestación de neonazis, atropelló y mató a una persona, Trump ya aprovechó para explicar que había buena gente en los dos lados.
Los cenizos, los exquisitos, los pusilánimes, llevaban años escribiendo sobre el peligro para la salud de la república que entraña la retórica asilvestrada de un populista sin otra brújula moral que la imantada por su ego y su cuenta bancaria. Les respondían que no hiperventilasen. La democracia estadounidense era y es demasiado sólida, sus controles y contrapesos demasiado robustos, dijeron, como para ser derribada por un zumbado o un comandante cesarista. Claro está, a los protagonistas del motín en Washington los mueven las mejores intenciones. En todo tiempo y lugar, de Pinochet a Maduro, de Puigdemont a Putin, los enemigos de la democracia han adoptado la envalentonada parla de los campeones de la democracia. Ellos son zapadores de las libertades. Cruzados que vienen a arrasar todo para salvarlo. Miren sino la Cataluña de la intentona insurreccional de 2017, borracha de palabrería bienintencionada y bellos deseos. Pero no exageraron los 10 secretarios de Defensa vivos, 8 republicanos y 2 demócratas, cuando en una carta del pasado fin de semana alertaban del riesgo de un conflicto civil y sentenciaban que «Nuestras elecciones han tenido lugar. Se han realizado recuentos y auditorías. Los tribunales han abordado los desafíos apropiados. Los gobernadores han certificado los resultados. Y el colegio electoral ha votado. Ha pasado el momento de cuestionar los resultados. Ha llegado el momento del cómputo formal de los votos del colegio electoral, según lo prescrito en la Constitución».
A la lista de vendidos a la conspiración, se nos dijo entonces, había que añadir a gente como Ashton Carter, Dick Cheney, William Cohen, Mark Esper, Robert Gates, Chuck Hagel, James Mattis, Leon Panetta, William Perry y Donald Rumsfeld. A la retahíla de traidores había que sumar a los 9 jueces del Tribunal Supremo -tres de ellos, por cierto, nominados por el propio Trump- cuando rechazaron la patética querella presentada por el fiscal general de Texas para revocar los resultados en varios Estados. A la conjura de los infieles teníamos que incorporar a George W. Bush, por reconocer desde el primer día el triunfo del candidato demócrata, igual que antes agregaron a John McCain y posteriormente a Mitt Romney. A la manada de cautivos y hechizados por la entente globalista, enemiga de América, también han adherido a Mitch MCconnell, y a Pence, que rechazó el derecho a decidir de la gente, la buena gente, y se puso, como un constitucionalista cualquiera, de lado de las leyes. Por no hablar de William Barr, fiscal general con Trump, que en una entrevista dejó claro que «Hasta la fecha, no hemos visto fraudes a una escala que pudiera haber provocado un resultado diferente en las elecciones». O de Chris Krebs, que estaba al frente de la Agencia de Seguridad de las Infraestructuras y Ciberseguridad, y que el 12 de noviembre, junto con los miembros del comité ejecutivo del Consejo de Coordinación Gubernamental de Infraestructura Electoral y otros destacados funcionarios, firmó un comunicado donde aseguraba, oh là là, que el proceso electoral fue limpio. Una carta que nadie que no podría firmar nadie que esté comprado por Fu Manchu. Donde entre otras cosas leímos que «Las elecciones del 3 de noviembre fueron las más seguras en la historia de Estados Unidos (...) No hay evidencia de que algún sistema de votación haya eliminado o perdido votos, haya cambiado votos o haya sido comprometido de alguna manera».
Ahora Trump dirá que no fue para tanto. Sus adictos, expertos en blanquear lo abominable, acusarán a la prensa de mentir por mostrar lo que todos vieron. Pero más allá de las diferencias ideológicas importa saber si uno camina del lado de la democracia, y de la realidad, o de las soluciones totalitarias, la superchería y el mito. El hombre que presidió EE.UU. entre 2016 y 2020 debería de responder por traición a la república. En cuanto a sus hinchas, modestamente, nos conformamos con que respeten el abecé del estado de Derecho.
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