Política

El fracaso de lo líquido

Comienza diciendo el art. 6 de nuestra Carta Magna que «Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política», precepto que define constitucionalmente la función primordial y esencial de los partidos políticos en una democracia, que mucho tiene que ver con conceptos tales como libertad, pluralismo y representación; en definitiva, los partidos políticos deben ser una expresión cualificada del ejercicio del derecho de asociación instrumentada al servicio de la representación política mediante la concurrencia libre y plural en los procedimientos electorales. La importantes funciones que le atribuye nuestra Constitución ha determinado que el Tribunal Constitucional llegue a afirmar que no es «una asociación que simplemente persigue un fin político o tiene intereses de ese carácter», sino que es «una asociación que aspira a traducir una posición política en contenido de normas de Derecho, y esto por esencia; es decir, teniendo esa aspiración como razón de ser, a cuyo servicio se constituye en instrumento mediante la agregación de voluntades e intereses particulares alrededor de un programa político» (STC 5/2004). Pero no trato tanto de analizar el entorno legal de su regulación como su importante misión en la conformación de nuestra sociedad, algo que hace que, sin cuestionar para nada la libertad de creación de los mismos, esta, la libertad, no esté reñida con su necesaria utilidad social. Ello determina que los partidos para cumplir su función han de ser reconocidos y reconocibles, y sobre todo sólidos y coherentes en su ideología y el desenvolvimiento de la misma en su actuación. Esta solidez está reñida con la futilidad, con la irreconocibilidad ideológica de algunos partidos, partidos que bajo nuevas nomenclaturas alejadas de los sistemas tradicionales tratan de superar lo tradicional para presentarse como nuevos proyectos alejados de lo que consideran caduco, llevándolos a abandonar la solidez para ejercer su función en un mundo líquido, a veces gaseoso, nada corpóreo, que hace que la indefinición y la imprevisibilidad sean las notas de su funcionamiento, convirtiéndose en marionetas en manos de un destino incierto. Esto los conduce a la inutilidad, porque como decía Seneca, ningún viento es favorable para el que no sabe a qué puerto se encamina. Esta falta de solidez es más peligrosa cuando partidos tradicionales, como el caso del partido socialista, son dirigidos por líderes que también carecen de aquella solidez y llegan a convertir lo reconocido en algo imprevisible, poniendo en riesgo el sistema al desaparecer uno de sus cimientos básicos. Urge que el partido socialista regrese a la social democracia europea y abandone el extremismo y radicalidad en el que su socio de gobierno, este si reconocible en el más obsoleto comunismo, lo ha introducido. Necesitamos volver a la solidez, abandonar ese mundo de extrema modernidad líquida y perder el miedo a lo sólido, puesto que lo sólido, aun no debiendo ser fijo e inmutable, cuando menos sebe ser algo en lo que poder confiar. El que abandona esta solidez se convierte en ejemplo de fracaso de proyectos políticos líquidos.