Política
Sin perdón
¿Cómo se compensa en el breve espacio de una vida profesional toda una década perdida? Ni siquiera pedir perdón
Durante 10 años he permanecido imputado por el que acabaría siendo conocido como el Caso Navantia. Para quienes no lo recuerden, el asunto tuvo su origen en 2005: ocho fragatas de la empresa pública española Navantia, referente a escala global en el diseño y construcción de buques de alta tecnología, fueron vendidas a la Armada venezolana por 1200 millones de euros. En esa operación mi socio y yo, de acuerdo con usos habituales del sector, intermediamos como subagentes. Durante años, haber contribuido a hacer posible una de las mayores operaciones de exportación industrial de nuestra historia reciente fue para mí, motivo de orgullo profesional: aportaba a nuestra industria una carga importante de trabajo y evitaba, verosímilmente despidos en un sector, como el naval, sumido en una larga crisis.
Para llevar a buen término la operación puse a contribución mis veintitrés años de experiencia en el Instituto Nacional de Industria, del que, entre 1990 y 1996 fui Presidente, pero en el momento de la venta de los buques llevaba ya nueve años dedicado a la actividad privada. Cinco años después, para mi asombro, la Fiscalía contra la Corrupción y la Criminalidad Organizada nos imputó, a mí y a mi socio, el 28 febrero de 2011, por tráfico de influencias, delito fiscal y delito continuado de falsedad en documento mercantil. De nada sirvió la ejemplaridad acreditada en mis más de dos décadas de dedicación al sector público y más de una década en el sector privado ni la aportación, en relación con el procedimiento, de contratos, facturas e impuestos correctamente liquidados. La adopción de medidas cautelares incluyó, en un primer momento, el embargo preventivo de saldos y depósitos en cuentas bancarias, aunque posteriormente la Audiencia Provincial de Madrid decretó su levantamiento por ausencia de indicios fundados. Pero la persecución no cejó. La imputación por tráfico de influencias fue cambiada por la fiscal del caso, Pilar Melero Tejerina, por la de malversación y, ante la ausencia de soporte para tal acusación, se volvió a dar otro giro para intentar probar un inexistente cohecho. Solo hace unas semanas, el 12 de enero, se decretaba el sobreseimiento.
Durante todo el tiempo que he permanecido imputado he tenido que acostumbrarme a vivir con la espada de la justicia permanentemente suspendida sobre mi cabeza al antojo de los vaivenes de la acusación del ministerio público y verme en los periódicos vinculado a las cloacas del sistema y, adicionalmente, considerado (naturalmente como ataque político) como «ex alto cargo del PSOE» cuando nunca he militado en ningún partido. Lo más duro, además de ver mi honor personal maltratado ha sido el daño infligido a una ejecutoria que, a lo largo de toda mi vida, ha estado guiada por la aspiración a la labor bien hecha, la rectitud en la gestión y el más estricto respeto en el manejo del dinero ajeno y en especial de los fondos públicos. Desde el momento en que mi nombre apareció asociado a presuntos comportamientos delictivos ese itinerario profesional se quebró de forma concluyente: se redujeron drásticamente los encargos de intermediación y asesoramiento para los que era frecuentemente requerido y mi participación en los consejos de administración de empresas. Entre quienes me conocían o habían colaborado conmigo en el pasado, en el sector público y en el privado, nadie dudaba de mi rectitud, pero la mera sombra de la sospecha, aun sin estar soportada en evidencia alguna, alejaba la posibilidad de que me incorporase a nuevos retos por las normas internas y la prudencia debida en las empresas.
Si el lapso entre la imputación y el sobreseimiento hubiese durado, como debiera ser habitual en los procedimientos judiciales, un año, incluso dos, hubiera sido posible reanudar esos lazos, restablecer la solución de continuidad en una trayectoria que, desde que concluí mis estudios universitarios, no había interrumpido su progresión constante. Pero diez años, hasta mis setenta y tres, es el tiempo, o casi, del relevo de una generación en los ámbitos a los que he estado dedicado.
Cuando el Juzgado de Instrucción nº8 de Madrid decretó el sobreseimiento, experimenté un considerable alivio porque, al fin, pese al tiempo transcurrido, se había restablecido la verdad y reparado, en alguna medida, la injusticia. Pero esa sensación ha ido dejando paso, en las semanas transcurridas desde entonces, a otra bastante concluyente, la que me provoca pensar cómo se me resarce ahora del decenio perdido, de todo cuanto hubiese podido emprender, aportar, ofrecer al mundo en el que llevo desenvolviéndome desde que tenía veinticinco años justo en la hora más alta de la cualificación que presta la experiencia. ¿Cómo se repara, cómo se compensa en el breve espacio de una vida profesional toda una década, en tantos aspectos, perdida?
Ni siquiera pedir perdón.
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