Tribunales

Qué esperar de los jueces

Tocará hacer lo que toque en Derecho: unas veces confirmar lo hecho por esas Administraciones y otras amparar al afectado por su mala actuación

A comienzo de los ochenta del pasado siglo el terrorismo nos azotaba. Quedaba mucho para la eficacia policial de años después y estaba por aflorar el lamentable error que fue el terrorismo de Estado. Con ese ambiente el entonces presidente del gobierno, Felipe González, exigió de la Justicia un compromiso en la lucha contra el terrorismo. Le respondió el primer presidente del Consejo General del Poder Judicial, Sainz de Robles: los jueces no estamos para asumir tal compromiso, sino para juzgar en Derecho al acusado de cometer un delito terrorista.

Cabría deducir de esas palabras quizás que los jueces somos miopes, ensimismados en un mundo de leyes, dados a la alquimia jurídica, ajenos a las necesidades –y dramas– de la calle, lo que invitaba a ignorarnos. O a controlarnos. Sin embargo aquella respuesta recordó nuestro verdadero –y difícil– compromiso: cumplir y hacer cumplir la ley, ley que garantiza una vida social, política o económica mínimamente ordenada, civilizada, y de respeto a los derechos y libertades. Así los tribunales «echan una mano» completando y perfeccionando las previsiones genéricas de las leyes. Esa es parte de su función.

Desde ese compromiso chirrían los planes de quienes quieren inculcarnos otro, con su ideología o sus intereses políticos o, sin más, que hagamos por ellos lo que les incomoda. Si eso es malo, peor es que haya jueces dispuestos a ser una pieza más en el complejo motor que mueve esas estrategias ideológicas o políticas; o al contrario, hábiles gripadores de unas leyes que no coinciden con esos otros intereses. Esta es la más dañina politización de la Justicia.

Ha habido ocasiones extremas en las que la Justicia ha suplido la pasividad del legislador, han sido iniciativas dudosas pero aplaudidas por el profano o por el político aprovechón. Un ejemplo fue la «doctrina Parot». Desarticulado un sanguinario comando, todo eran felicitaciones; luego vendrían centenarias o milenarias condenas de cárcel. Y el olvido. Pero, como dice el tango, veinte años no es nada y al cabo de ese tiempo, o menos, el terrorista saldría libre gracias a un Código Penal más propio de la castiza crónica negra. Vino el escándalo y nació la «doctrina Parot», de creación judicial, para arañar unos años más de cárcel que mitigasen inasumibles excarcelaciones. Se salvaba así la pasividad del legislador hasta que tuvo a bien regular un sistema de cumplimiento de penas acorde a la gravedad de los delitos.

Pero no todo afecta a la Justicia penal, impactante y mediática, y lo dicho vale, por ejemplo, para la contencioso-administrativa, la que a diario juzga en Derecho el ejercicio del poder, no el político, sino su vertiente administrativa. Esto también invita a la confusión: no somos cogobernantes o un negociado del organigrama administrativo, pero tampoco caballeros andantes, mata dragones, llamados a batir a peligrosas Administraciones que sojuzgan a inocentes ciudadanos. Tocará hacer lo que toque en Derecho: unas veces confirmar lo hecho por esas Administraciones y otras amparar al afectado por su mala actuación.

Es un equilibrio difícil, como procurar que la eficacia no esté reñida con la legalidad y no viene mal recordar que, como decía ya la Ley de la Jurisdicción Contencioso-administrativa de 1956, si un tribunal «anula los actos ilegítimos de la Administración no tan sólo no menoscaba su prestigio y eficacia, sino que, por el contrario coopera al mejor desenvolvimiento de las funciones administrativas y afirma y cimenta la autoridad pública». Así se ha juzgado a la Administración como quien es y al decir el Derecho se han marcado las pautas de una buena y eficaz Administración, superando los recelos decimonónicos que contraponían eficacia al Derecho, al juez.

El sábado fue el décimo aniversario del 15-M, un movimiento espontáneo en sus inicios que pronto manipuló el populismo. Y sigue atascada la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Dos hechos dispares en apariencia. El primero recuerda que hubo –y hay– un sano deseo de regenerar una política cada vez más sombría y encanallada, cargada de cinismo, desdeñosa de límites legales; el segundo muestra que vamos a peor de seguir unos y otros los usos de la mala política: la que quiere instrumentalizar a la Justicia, frustrando un deseo de regeneración que, pese al hastío, permanece.

José Luis Requero es magistrado