Política

Política y espectáculo: la crisis del circo

Los discursos carecen de atractivo; los personajes no tienen fe ni confianza en sí mismos, ni capacidad para generar ilusión.

Se acepta generalmente cual es el oficio más viejo del mundo; pero la política andaría cerca, pues desde que la humanidad existe comenzó el afán de poder. En cuanto al espectáculo de mayor antigüedad muchos se decantan por el circo. Política y circo tienen bastante en común, no sólo por su semejanza esencial, sino por el uso que los políticos han hecho siempre de las representaciones circenses. Ambos mundos siguieron tendencias parecidas durante su devenir. El circo moderno, desde su primera sede permanente, el Hippodrom de Londres, en 1768, se iría convirtiendo en la gran atracción popular del siglo XIX y buena parte del XX. Igualmente, la política y su percepción social crecieron, de forma llamativa, en ese mismo periodo.

Las sedes parlamentarias se transformaron, también en España, en recintos circenses. Desde 1897 podían disponer, de una música apropiada para abrir las sesiones. Artistas y políticos ingresan en sus respectivos recintos a los compases de la marcha militar de Julius Fučík, “La entrada de los gladiadores”. Gran número de ellos se asemejan extraordinariamente por su caracterización y los papeles que desempeñan. Así ocurre con el director de pista; el hombre mosca; el hombre serpiente; los monstruos; los payasos; (el clown y los augustos, a los que Ortega añadía los tenores y los jabalíes); trapecistas; funambulistas; magos; maestros del escapismo; tragafuegos; sansones; domadores; acróbatas; malabaristas; amazonas; sirenas; a veces mujeres barbudas, … y los animales, exóticos o no; desde la cabra a las focas, pasando por caballos, leones, tigres, monos, perros, elefantes …, aunque alguno de estos, como el elefante blanco, no llegara a entrar en el Congreso en 1981. Humor, habilidad, gracia (siempre más en una pista que en otra), riesgo, palabras y gestos para crear esa atmósfera de credibilidad, en la que el público espera encontrar alguna salida a su mediocre existencia. Se entiende pues que a pesar de su planta semicircular, propia del teatro romano, el Congreso de los Diputados, fuera rebautizado, como el “hemicirco”.

La política y el circo persiguen un mismo objetivo, con similitudes y diferencias: ilusionar a la gente. Tal es el fundamento de ambos ejercicios y de eso viven sus protagonistas. A ello entregan unos, la retórica y el uso torticero de la semiótica y, los otros, su heterogénea y emocionante expresión artística. Todo en busca del espectáculo para intentar superar lo cotidiano; en el caso del circo remitiendo a un presente distinto. Suspendiendo el tiempo, trasladándolo a un espacio maravilloso, aun en la tragicomedia compartida por espectadores e intérpretes, seres frágiles condenados a ser fuertes. La política trata de resolver el presente en futuro, en una linealidad temporal que vende la felicidad a plazos, casi nunca cumplidos. El circo asume la ruptura de la lógica; la política pretende mantenerse en ella; aunque sea al margen de la verdad.

El circo se anunció, en su época más brillante, como el mayor espectáculo del mundo y aún pretende serlo, incluso ahora, en sus peores momentos. Las nuevas tecnologías dieron pie, durante las últimas décadas, a múltiples expresiones artísticas y deportivas y alumbraron otros numerosos medios de ocio. Surgieron competidores por todas partes y el circo entró en una agonía más o menos lenta. La reducción de ingresos causó el deterioro de la función. Algunos artistas llegaron a parecerse demasiado al protagonista del cuento de Kafka, Ein Hugerkünstler. Y los animales sufrieron numerosos padecimientos. Hubo que vender los colmillos del elefante y a los leones se les cayeron los dientes.

La situación llego a tal punto que la representación circense perdió parte de su magia y de su verdad y, con esta, de su credibilidad. La gente se enteró de que el dentista rearmaba al paquidermo con prótesis de plástico, y otro odontólogo colocaba al rey de la selva una dentadura postiza, para que saliera al escenario, de la cual le despojaba al volver a su jaula. Mientras la manicura le arreglaba las uñas, tan gastadas, que ya no podían llamarse garras. Pero el factor decisivo de la crisis fue un público, distinto al de épocas anteriores, que había perdido su capacidad para ilusionarse y cada vez tenía menos fuerzas para soñar.

La política, entretanto, ha hecho dejación de su viejo objetivo y sólo intenta sobrevivir, a cualquier coste, buscando nuevos escenarios. El hemicirco, vaciado de su misión, ofrece sesiones deplorables y sobre todo aburridas. Los discursos carecen de atractivo; los personajes no tienen fe ni confianza en sí mismos, ni capacidad para generar ilusión. Los ciudadanos, asombrados y hastiados, ante tan deprimente espectáculo apenas le prestan atención. Pero el poder tiene otros recursos que emplea en disimular la realidad, con fuegos de artificio y efectos tramposos de la propaganda.

El circo acaso muera y sus partidarios no podrán secarse el llanto en la melena del león, como recomendaba Stamponi; pero aun así se redimirá en la ternura de un bello final. El circo eterno, inefable y glorioso, admirado por Gómez de la Serna, podía acoger a sus trapecistas muertos, como la bella muchacha del tango que cantaron Magaldi y Gardel; al personaje de “El funambulista” de Genet, o los inverosímiles amores de Benavente y La Bella Geraldine. Mientras la política, huera y tramposa, aunque sobreviva, irá malviviendo mientras languidece en el engaño con su espectáculo desilusionante.

Emilio de Diego. Real Academia de Doctores de España