Lionel Messi

Adiós a Messi

No era la magnífica singularidad de la raza ni, mucho menos, las teóricas cosmovisiones del idioma local, sino el dinero, poderoso caballero.

No vi jugar a Leonel Messi en el campo, pero sí a Mágico González, a la Quinta del Buitre junto a Hugo Sánchez y al Barcelona de Laudrup, Romario y Hristo Stoichkov. Impresionaban los blancos, con Martín Vázquez, Míchel y cía como una estampida de búfalos que dibujara coreografías para el Bolshoi; hechizaba aquel Dream Team armado por Cruyff, mezcla de billar humano y Brasil del 70, cuando Guardiola todavía no ejercía de sumo sacerdote de la alucinación separatista. Aunque éramos niños tampoco nos engañamos respecto al tegumento que mantenía a los héroes juntos. Sin dinero no había paraíso ni delanteros centro nacidos en Río. Por eso, y no por el frío del carajo, nuestro Real Valladolid no podría nunca competir con la Juventus, el Milán o el Bayern. La necesaria pedagogía del dinero pareció desmoronarse con Guardiola en el papel de ideológico del pequeño país, mientras las copas de Europa acumuladas por Messi hacían soñar con una secesión tan dulce como un gol por la escuadra en Wembley. No debe de extrañar que los nacionalistas, presos de una ensoñación sin destetar, un espejismo entre narcisista y freudiano, creyeran en la existencia de un hilo que iba desde la zurda asombrosa del rosarino, el mejor jugador que hubo y habrá, a la construcción nacional del pequeño país con vocación de paraíso fiscal y expoliador de recursos ajenos. Messi sería el Redentor, el zahorí y el guía. Pastor y comandante rumbo a la Tierra Prometida. Guiaría a su pueblo con la misma desfachatez que recibíamos lecciones de deontología democrática y catequesis humanista por boca de cantautores provenientes de falange y los Cruzados de Cristo Rey, como el redomado falsario de Luis Llach, especialista hoy como ayer de situarse en el bando soleado de la historia, siempre junto a los patrones del cortijo. Hasta que la salida de Messi devolvió el relato a sus justos términos, desposeído de cursilería retórica frente al único combustible que propiciaba retener al genio, y que no era la magnífica singularidad de la raza ni, mucho menos, las teóricas cosmovisiones del idioma local, sino el dinero, poderoso caballero.

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