Terrorismo
Un trauma de diez años
Ala ETA se le acabó la mecha hace diez años después de alimentar una montaña de casi mil muertos. Las estadísticas no fallan y los números cuentan a lo que se dedicaron los asesinos durante cuatro décadas. Hay quien cultiva tomates, juega al parchís con sus amigos o aprieta el gatillo como quien se come un altramuz. El género humano da para mucho, incluso para organizarles homenajes a los asesinos que salen de la cárcel. Pero está bien aspirar a que nadie nos aniquile con una bomba o nos meta en un hoyo durante meses por defender una idea. Pero si lo piensas dos minutos, lamentablemente sucedió así, como un fanatismo más de nuestro tiempo, cargado de sangre y miseria humana, donde la bicha nutrió su huevo de atroz violencia. A la ETA, vencida por nuestra democracia, le ganó una ciudadanía cansada de la muerte, volcada con la vida, a costa de tolerancia y dos pelotas bien puestas. Una noche en la donostiarra playa de la Concha una chica me justificaba en 2011 su apoyo etarra como quien te canta la tabla del cinco. Con dogmatismo religioso y una repetición de talibán autómata me narró las peregrinas justificaciones que dibujaban un lugar atormentado donde la población nativa vivía sojuzgada por la maldad arbitraria de policías y guardias civiles. Un cuento vasco que nadie podía creerse ni entonces ni ahora.
Diez años no sirven para acabar aún con el mayor trauma de nuestra democracia, pero sí para no olvidar cómo el mal habitó en esa tierra maravillosa donde una vez anidó la serpiente. Hoy te puedes poner tibio a zuritos en Bilbao sin cuestionar lo que allí sucedió, como sucede en las calles de Múnich, y eso está muy bien, siempre que la dignidad de las víctimas y su memoria no alimente jamás el pienso de las bestias.
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