Política

El dado de tofu de Proust

Un menor puede hormonarse sin necesidad del permiso de sus padres, pero no puede ver un anuncio de chocolate con avellanas

Es domingo por la mañana y el pequeño Marcel se despierta, recorre los pasillos de la casa de Combray, al sur de Caen en el norte de Francia, y entra en la habitación de su tía Leonia a darle los buenos días. Ella le agradece el gesto y le ofrece un trozo de magdalena mojado en té, o quizás fuera tila. Con el tiempo, se convertiría en la magdalena más célebre de la historia. Muchos años después, convertido ya en escritor, Marcel Proust probó otra magdalena que le pareció la misma. El sabor reconocido lo devolvió a la habitación de la tía Leonia aquel domingo por la mañana y a la infancia en Combray, una niñez que creía olvidada y que retrató en «En busca del tiempo perdido». Me he acordado de la escena ahora que el Gobierno pretende prohibir los anuncios de dulces en horario infantil. Acaso la magdalena de Proust debería sustituirse en los libros por el budín de apio de Proust, el dado de Tofu de Proust o acaso la zanahoria pelada de Proust, pues los jóvenes podrían entender que el simbolista francés está invitando al personal a dejarse llevar por una dieta hipercalórica.

Cómo me gustaban las galletas, especialmente unas llamadas Pepito que, siendo un niño, conseguía en el hipermercado BAB de Anglet al otro lado de la frontera con Francia. Ahora que lo pienso, quizás vayamos a Francia a ver anuncios de galletas como cuando se iba a ver una teta en el cine. Me acuerdo de aquel dulce exquisito y la excitación que producía en mí. Las comía con auténtico deleite, casi a escondidas; ahora me entero de que estaba seducido por la trampa de la industria alimentaria y, por qué no, del fascismo.

Niños gordos; siempre me cayeron bien, pero es cierto que se mueren antes que los demás. No sé si los niños están gordos por los anuncios de chocolates o porque sus padres no les enseñan el sentido de la medida y les cocinan bazofia. El azúcar es la representación infantil de la felicidad y una fantástica escuela de la contención, del autocontrol y un ensayo inocente de los efectos nocivos que el exceso tiene sobre nosotros. Habiendo caramelos en casa –los caramelos preferidos, los que salen en la tele–, el niño aprende a no comérselos de una sentada pues sabe que si se atiborra, probablemente reciba la reprimenda de los padres, no vuelva a ver caramelos en un tiempo como castigo y, llegados a un extremo, pase la noche del sábado echando la pota. Con suerte, esta capacidad de contenerse la usará más adelante cuando en lugar de un paquete de galletas, en el armario guarde una botella de wiski o le ofrezcan una raya de cocaína en el afterwork. Ahora que prohíben los anuncios de dulces tengo dudas de si la publicidad afecta más a los niños que a los padres.

Luego, a todo esto le pasas el filtro de la moral malasañera de 2050 y te sale que la marihuana es una cosa sanota, pero los anuncios de cereales en las mamparas de las paradas de los autobuses matan a los zagales. Así se pretende que un menor pueda hormonarse sin necesidad del permiso de sus padres y su cochina tutela heteropatriarcal, pero no puede ver un anuncio de chocolate con avellanas. Luego, los niños que al parecer no alcanzan a entender lo que es un anuncio aparecen en la sede de Naciones Unidas y echan unas broncas sobre la transición ecológica que no veas. Tan listos para unas cosas, tan tontos para otras.