Opinión
El final de la Historia
Desde la antigüedad el hombre se interrogó acerca de la naturaleza del tiempo y de la Historia, y ya los pensadores griegos Platón y Aristóteles filosofaron acerca del comienzo y el fin de ambos, llegando a la convicción de que el tiempo era «circular» por tratarse de una inacabable repetición de experiencias sin inicio ni final: «El tiempo es la imagen estática de la eternidad en movimiento», dirá Platón.
Esa idea perdurará hasta el nacimiento de Jesucristo, que dividió la Historia y el tiempo en un antes y un después de Él. Será san Agustín quien sentará las bases del sentido de la Historia desde la cosmovisión cristiana, dándole al tiempo una dimensión «lineal» frente a la preexistente «circular». Así, el tiempo no es indefinido e infinito, sino que tiene un comienzo y un fin, vinculados al sentido de la Historia que se construye y desarrolla en él.
Los revolucionarios franceses anticristianos tuvieron muy clara la importancia de ese sentido del tiempo y su Historia, estableciendo el comienzo de esta última en 1792 cuando fue depuesto Luis XVI, dando comienzo a la primera República en lo que había sido el gran Reino de Francia. Por ello, también fueron cambiados los meses y los días de la semana para desvincularlos de su sentido cristiano, lo que resultó efímero además de caótico.
Más próxima está la caída del Muro de Berlín y la implosión de la URSS, que inspiró al joven estadounidense Francis Fukuyama, asesor político de Bush padre, a escribir su ensayo «El final de la Historia». La desaparición de una de las dos superpotencias que lideraban los bloques del mundo bipolar del momento, le llevó a concluir que la Historia había terminado con la victoria de la democracia liberal. Para él las necesidades naturales y básicas del hombre quedaban satisfechas con la respuesta que el mundo liberal les daba, no habiendo espacio social para la aplicación de la dialéctica marxista, que según él había sido el motor del desarrollo de la Historia hasta ese momento. Fukuyama plasmó en su ensayo una visión «inmanente» del hombre, es decir opuesta a la «trascendente» –abierta a lo sobrenatural–, y una de las conclusiones a las que llegará será que ese mundo es «aburrido» y carente de estímulos para vivir.
No deja de ser curiosa esa definición del mundo sin Dios, aunque en eso no se equivocó: una vida solo terrenal es triste, además de sin sentido. Tampoco se equivocó del todo en cuanto al triunfo liberal de la Historia, si vemos que la China comunista sucesora del liderazgo de la URSS en el bloque comunista, tiene una economía netamente capitalista.
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